miércoles, 22 de septiembre de 2010

Francisco Papas Fritas: El retorno de las utopías

(Publicado en Arte al límite)


*** Dialogando con las manifestaciones más contemporáneas, estos trabajos quieren hacer del arte el medio por donde los cambios globales encuentren su camino ***

Su nombre recuerda el alimento más consumido entre los jóvenes chilenos. También funciona como comentario sobre la importancia que se le da en este país a los apellidos. Tanto la comida como el rastro genealógico, carecen de contenido. Ni las papas fritas son nutritivas ni el apellido ilumina la naturaleza de una persona. Las interpretaciones son muchas, y solo dependen del lugar de donde vienen. Así, se entra en esta obra desde un chiste lingüístico que envuelve estudios más profundos.
Francisco Papas Fritas (Santiago 1983-) tiene veinte años cuando comienza a hacer proyectos, convirtiendo sus carencias en ventajas. Al no poder darse el lujo de gastar el dinero que las universidades exigen, decide ser autodidacta y tomarse en serio su educación. Encuentra formas para que vida y trabajo sean un mismo cuerpo de ideas coherentes. Investiga sin descanso desde su casa en San Miguel. Se convierte en un erudito en política y arte contemporáneo. Le preocupan los seres humanos asfixiados bajo esas dos estructuras gigantes, y localiza conductos donde ambas se explican mutuamente. “Cuando dios hizo el arte contemporáneo me hizo a mí” (2006) es la instalación de uno de esos conductos. Se ha retratado a sí mismo como artista discapacitado mental. Situaciones de alerta emergen de la oscuridad para posarse frente a la vista de todos. Somos parte de un sistema que inhabilita tanto al arte como a la gente con problemas físicos pero, a diferencia de estos, pareciera que el arte ha perdido interés por ser útil a la sociedad.
Francisco observa cómo todos sus colegas deben hacer reverencias al gobierno, quien los pone a prueba determinando su disposición a seguir protocolos, llenar formularios complicados y reunir exhaustivas informaciones perdiendo meses de energía. Finalmente se premia al que se enmarca mejor dentro de la lógica de ese gobierno de turno, financiando en parte su propuesta. El tatuaje “Fotocopiar el Edén” (2007) afirma su apreciación de esa realidad. Muchos montan en cólera, sobre todo aquellos vinculados al mundo artístico. Se dan cuenta de que reproduce descaradamente obras de la historia del arte contemporáneo. “Copiar y pegar, contextualizar y listo”, responde él. Después de un año entrega su cuerpo en “I see death people” (2008). Dentro de una instalación, expone su espalda desnuda a quien quiera golpearlo con un látigo a cambio de dinero. Les permite dar rienda suelta a su indignación para depositarla en forma de heridas. De paso, profundiza en sus indagaciones sobre el “Fascismo mágico”. Él intuye que todos los chilenos tienen un fascista reprimido en su interior, que sólo existe a modo de fantasma. En esta obra ese fantasma es una realidad palpable.
La antigua ministra de cultura Paulina Urrutia se ha convertido en “Santa Paulina de Las Artes” (2008), una virgencita a quien los artistas ponen velas y rezan para que conceda el milagro de algún proyecto. Ella los mira en una risa de actriz que contrasta con el analítico humor del artista. Luego desaparece en las grises profundidades del Río Mapocho, donde se la tira tras convocar a una procesión en su honor.
Varias piezas de Francisco son visualmente sucias. Reproducen rayones en las calles y baños públicos, se alejan de la sobriedad abstracta para encontrarse con realidades concretas. En momentos es abrumadora la sobreabundancia de información. Las instalaciones no son formas fijas en el espacio, sino que pueden mutar haciendo aparecer trazos y palabras que la alta cultura considera groseras. Y es que él no se impone la tarea de perseguir la belleza. Le parece inútil, considerando que la naturaleza es en sí lo bello y no hay nada que agregar. Hace una diferencia entre ética y estética dando absoluta prioridad a la primera. “Salamaleicom” (2009) parecería una de las acciones más limpias. Es sábado y frente a la embajada de Israel un palestino está encerrado en una caja como las que usaban los nazis para torturar. Cuando sale de su apretada oscuridad, toma la copa que se usa en las ceremonias del judaísmo, y deja caer en su cara el contenido de sangre artificial. Este último detalle es, consciente o inconscientemente, el sello de éste artista que aleja al arte del terreno de la elegancia.
Su generación es producto de la decepción de las utopías. En cambio él las persigue con la misma fuerza con que nuestros padres y abuelos necesitaban alcanzarlas. Hay en estos trabajos una fe genuina en el ser humano o, como él lo llama, “el sujeto social”. Las treinta y dos obras, que ya han avanzado por América, Europa y Asia, son ingenuas dentro de toda su erudición. Están siempre mirando hacia delante con un dejo de idealismo. Observan el día en que ya no será necesario luchar, y el arte habrá muerto con una sonrisa.






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