lunes, 24 de octubre de 2011

Armados hasta los dientes: Enrique Jezik en el MUAC


(Publicado en Artishock)

La palabra violentar puede definirse como aplicar medios violentos a cosas o personas para vencer su resistencia, lo cual resulta muy conveniente cuando se reflexiona en torno a la obra de Enrique Jezik (Córdoba, Argentina, 1961). El motivo: una retrospectiva realizada por el MUAC (Museo Universitario Arte Contemporáneo) en la Ciudad de México entre junio y noviembre del presente año. La muestra es curada por Cuahutémoc Medina, quien para bien y para mal a estas alturas ya pasó a ser una estrella dentro del mundo latinoamericano de la curaduría, la crítica y todo aquel que se dedica a pensar el arte contemporáneo.

“Obstruir, destruir, ocultar” es el título de la exposición, bien montada en el espacio y de recorrido grato. No hay demasiada información secundaria, sólo la estrictamente necesaria, y cada trabajo tiene suficiente territorio que ocupar para extenderse en sí mismo. Una museografía muy limpia, incluso impoluta, contraste irónico con los rasgos íntimos que poseen algunas de las mejores piezas que están allí presentadas.

Por ejemplo, estás en un espacio de arte contemporáneo y de pronto, un camión de policías antidisturbios se estaciona en la calle, se baja un escuadrón que entra a la galería marchando y golpeando rítmicamente sus escudos, te arrinconan junto a toda la gente, algunos salen corriendo y otros comienzan a tomar fotos en el estado de excitación que produce el no saber si se trata de una obra o -¿deberían estar tan separados?- de la realidad. Luego se da orden de retirada y la tropa sale del lugar marchando tal cual llegó (Ejercicio de percusión, 2006). Este performance fue pensado para la específica situación local mexicana, pero me imagino que no es necesario explicar porqué nos toca a todos los latinoamericanos, y en diferentes medidas a la gente alrededor del mundo entero. Aquí en Chile vivimos en estos momentos la amenaza y la intimidación de las fuerzas armadas a un nivel brutal porque, a diferencia de México, están extremadamente bien equipadas. El medio para diseminar las protestas masivas es siempre la violencia, y al verlos con sus trajes armamentistas último modelo podemos hacernos preguntas importantes acerca de cuánto participan los Estados Unidos para su bienestar. En las mejores obras del artista puede verse una brecha que constantemente se abre y se cierra cuando se coloca a cualquier estado frente a la mega potencia mundial. Hay obras que tratan el tema de forma literal y otras no, pero en todas se puede llegar a la idea de distancia que existe entre un territorio y otro.

Jezik tiene una clara formación de escultor, y a raíz de ella lo más interesante es consciencia avasalladora que posee sobre los materiales a la hora de traducir un pensamiento en acciones. Su imaginería está plagada de armas y disparos. Uno de muchos ejemplos es la instalación Práctica (2007), en la que hay veinte siluetas humanas de tamaño real, cada una atravesada con diez tiros de escopeta y balazos de pistola. También puede encontrarse constantemente el recurso del golpe, sea éste a base de martillazos con la propia mano o realizados por máquinas de construcción que, paradójicamente, producen distintos tipos de destrucciones. Esto nos lleva de la mano a un obsesivo interés por la maquinaria pesada. Entonces vemos cómo una excavadora rompe la ventana de una galería para meter su brazo y dibujar surcos con sus garras (What comes from outside is reinforced from within, 2008), o a dos retroexcavadoras que luchan entre ellas, “mano a mano”, martillo a martillo, intentando someter al oponente (Esgrima, 2001). Estas formas de pensar el soporte en bruto y el uso que se le da a él en nuestras sociedades contemporáneas, llega a una profundidad admirable en Reubicación de materiales (2006), donde cinco camiones de volteo llenos de escombros descargan su contenido en medio de una inauguración dentro la galería. Para evitar una polvareda, antes se había agregado un poco de agua, así que además el espacio terminó inundándose y quedó inhabitable. Este gesto políticamente incorrecto se convierte en causa de indignación para muchos cuando se suma el siguiente hecho: era una exposición colectiva.

Con todo, al llamar a Jezik escultor me parece que se le está reduciendo peligrosamente, por más que su formación provenga de esta área, pues sus acciones son por mucho más abiertas, formal y conceptualmente hablando. En comparación con trabajos como los que acabo de citar sus obras cien por ciento escultóricas, como los antebrazos de Setenta veces siete (1995) o Historia natural (1993), se acercan mucho más a la anécdota que a la experiencia real. Por las fechas de los trabajos es evidente que el artista ha tenido un intenso proceso de evolución dentro de sus propios intereses. A estas alturas, no debiera ser un problema asumir que el arte contemporáneo contiene cada vez más obras efímeras, sin embargo hay un claro desfase dentro de la museografía entre las obras-objeto y los performances o acciones que por obligación se han convertido en registros fotográficos o en video. Por más bien logradas que estén, han perdido su naturaleza, así que el espectador debe hacer uso de su imaginación para situarse en la escena por mucho más conflictiva que las piezas palpables y por ello más efectistas. Se echa en falta por lo menos una acción en vivo para contrarrestar la cantidad de fantasmas que allí se exponen.

Muchas acciones se conservan en formato audiovisual, lo que termina hermanándolas con los trabajos en video que ha realizado el artista. Algunos contienen imágenes ininterrumpidas de invasiones y matanzas en ciertos lugares del mundo, escenas que solemos ver en los medios periodísticos mezcladas con información comercial. Estos son trabajos por los que se ha tildado a Jezik de amarillista, lo cual podría ser cierto si se observan como piezas aisladas. En el entorno de la retrospectiva, sin embargo, queda claro que al artista le tiene sin cuidado moralizar, sermonear e incluso apantallar con los contenidos de sus obras. De hecho, hay una contradicción difícil de resolver cuando se considera su trabajo en términos éticos. Esto lo hace mucho más interesante porque le otorga los matices necesarios para que no se convierta en panfleto. Pues si se leen las explicaciones que da el artista a las obras, puede verse que tiene una preocupación genuina por la brutalidad que expone, pero por otro lado pareciera solazarse dentro de esa brutalidad. Es muy difícil no pensar a Jezik, la persona, sin un arma en la mano.

En otro lugar, mas siendo parte del mismo discurso, están los pasos circulares que se dan en torno a la cartografía. La operación de dividir un territorio para separarlo de otro es en sí un gesto implícitamente civilizado que actúa como exterminador de cualquier comprensión abierta y abarcadora. En la intervención arquitectónica Referéndum (2002), hay una burla de éste separatismo al utilizar un martillo eléctrico para demoliciones y dibujar el mapa de Canadá en la pared. Luego se localiza el pedazo correspondiente a Quebec, quien asume un nacionalismo independiente al país, y se extrae por completo para apoyarlo en el suelo.

La última obra que ofrece el recorrido es la más espectacular, la más estética y la más bella, no por ello la mejor. Se le ha dado una sala entera, en parte porque posee características auditivas y en parte, hay que suponer, porque se le consideró de una envergadura especial. Son tres vidrios antibalas enteramente estrellados con disparos. Se montaron a una distancia equitativa y visualmente el conjunto resulta armónico. La sala está equipada por parlantes que reproducen los balazos. Estos quedan justo detrás del espectador, lo cual da una sensación de inseguridad, pues se está viendo de frente los restos de algo que nos llega por detrás, desprevenidamente (Fiesta de las balas, 2006- 2011).

Todo indica que el punto de partida donde esta exposición fue generándose es que a Jezik a estas alturas se le considera una pieza fundamental dentro del arte contemporáneo mexicano. Ya se ha señalado en otras ocasiones el fenómeno de ciertos excelentes artistas extranjeros que llegan a México y obtienen una notoriedad mayor a la que su país les había ofrecido, al margen del argentino están el español Santiago Sierra y el belga Francis Alys como los casos más notorios. Y si bien la muestra se centra en la producción de Jezik realizada dentro del territorio mexicano durante veinte años, sus mejores obras aseguran cómo este trabajo incluso en los casos más antiguos “desgraciadamente es totalmente vigente” (Jezik, Enrique). Y habría que agregar, totalmente universal.

Llegan momentos en la vida de una obra en los que es natural relacionarla con una palabra, entonces puede decirse que el trabajo ha madurado porque se convirtió en un mismo cuerpo sólido y coherente. En el caso de Jezik esa palabra es violencia, basta con leer los ensayos y artículos que se han escrito en torno a él. He abierto la exploración del texto con la palabra violentar porque cuando este trabajo llega a sus niveles más elocuentes produce inevitablemente tal efecto en el espectador. Pasa entonces de la reflexión sobre la violencia al efecto de la violencia misma, lo cual es muy distinto. Esto es precisamente lo que ha hecho el artista, combatir y en otro nivel ser partícipe de lo que combate. Dice Cuahutémoc Medina: “(…) el poder proclama existir para afrontar la supuesta multiplicación de enemigos internos y externos, administrando y consciente o inconscientemente transformando todo conflicto social en un asunto militar o policíaco”. Entones las obras de Jezik, a consciencia, se arman hasta los dientes.

jueves, 13 de octubre de 2011

Mujeres perdidas


Acabo de encontrarme con un rostro en la pared. Era menos que sombra, la decantación del no color que proyectan los objetos contra la luz. Tampoco se movía demasiado pero se desplazaba de forma ínfima, lo suficiente como para que mis ojos no lograran capturar la imagen. Ni siquiera pude hacerme la primera pregunta básica, ¿quién es?, porque todos mis sentidos estaban por completo ocupados en seguir la trayectoria mínima de algo a punto de difuminarse. Tengo un momento de existir, frente a la pared, en mi cuerpo que se balancea. Porque esa sombra no es más que yo misma, mujer perdida, aunque tardé en descubrirlo. Mucho más de lo que me atrevo a describir ahora.

Cuando vi por primera vez a Sofía Coppola se le notaban los nervios a la pobre. Tan preocupada por figurar en las películas de su padre que en vida ya eran un clásico. Pero quién iba a decir que en ese preciso instante la cosa se iba a venir abajo, justo en su momento de luz y estrella, coqueteándole al Andy García con su pelo largísimo perfectamente cuidado, hinchando los labios, haciendo la hija de Michael Corleone. Lamentable ver que una actriz produzca vergüenza ajena, pero fue así, más allá del guión flojo y las insípidas peripecias fue más que nada su aparición lo que hizo a The Godfather III (1990) un bodrio. Cuando por fin la asesinan, don Pacino da alaridos de dolor mientras uno brinca feliz frente a la pantalla. Pero es demasiado tarde, y a la película le falta poco para poder levantarse antes de terminar.

Todas caemos, y todas nos perdemos, pero cuando esto sucede a consciencia el caos se vuelve inspiración. Entonces prefiero pensar que su verdadera entrada fue tiempo después, bajo las nalgas de Scarlett Johansson como Charlotte. Y a diferencia de los futuros papeles de ésta actriz donde sus atributos sexuales sí son lo que más importa, aquí el comienzo deja paso a algo más misterioso. Una mujer joven de paseo gratuito por Tokio, acompañando a su esposo que está de trabajo, mirando de frente algo que ella no tiene. Una pasión, un oficio o a lo griego un arte –pues qué oficio bien hecho no merece ser arte- en fin, algo para lo que levantarse todas las mañanas. Y eso se esconde de ella, detrás de cada esquina de su mente bien equipada. Charlotte está a punto de morir, espiritualmente hablando. Lost in Translation (2003), perdida, más desfalleciente que Bob Harris (Bill Murray), con quien por fin se irá levantando mientras ella lo impulsa también a él. Pues éste sabe lo que quiere de la vida, debería estar haciendo una obra en algún lugar y no vendiendo mal whiskey para un comercial japonés. “No sé qué es lo que se supone tengo que hacer”, dice ella. “Traté de escribir pero odio lo que escribo. Traté de tomar fotos pero eran tan mediocres. Toda chica pasa por una época de fotografía, ya sabes, como los caballos”. El consejo que le da Bob es interesante: “Sigue escribiendo”.

Prefiero pensarla así, por supuesto, prefiero pensarnos a todas nosotras en los mejores momentos, en los más brillantes, aún estando decaídas y oscuras. Pues no olvidemos que de los períodos en oscuridad pueden surgir grandes cosas, la creatividad entre ellas. Sí, porque al ir hacia atrás para detenerme en unas Virgin Suicides (1999) tengo que decir, Sofía, te equivocaste. Demasiado blancas y predecibles esas chicas, demasiado fácil su descontento, demasiado forzado el centro en su psicología y no en el narrador, en el verdadero creador de esta historia: un preadolescente calentón que goza espiando las vidas de sus inalcanzables vecinas. Aquí tengo que coincidir con quien dice que el libro tuvo que ser mejor que esta película. Pues al verla queda esa sensación de que la historia puede contener algo más que la cinta simplemente no alcanza. Porque está desviada de su foco. Las mujeres perdidas no son el centro real, aunque lo parezcan, y no pasan de ser sombras de una fantasía mucho más importante.

Porque como la reina que todas llevamos dentro hay una soledad verdadera, la que alcanza niveles más profundos, esa de saberse absolutamente acompañada en todos los rincones físicos de la existencia pero no tener a nadie con quien compartir algo real y trascendente. La Marie Antoinette (2006) es real justamente por eso, porque no está perdida en un tiempo y espacio artificialmente adjudicado por la historia. Es de carne y hueso, es una chica en su plena adolescencia que tiene pajaritos en la cabeza y sólo piensa en vestidos y zapatos. Pero qué sucede cuando a una chica así se le adjudica una responsabilidad tamaño gigante para cualquier persona por más preparada que esté. Sucede que terminan colgándola, de seguro, gente que está harta de tanta injusticia y que en su desesperación usa la violencia como único medio de salida. Y cuando miramos la historia por dentro es tan escalofriante, pues nos sabemos frente a un rincón nuestro, y nos acercamos más a quienes sólo queremos mirar en impenetrables retratos al óleo y en libros de texto escolar. Pero la realidad es otra, y las reinas fumamos hachís escuchando The Cure y soñamos con señoritos pirujos y somos felices comiendo pasteles rosados y muchas veces nos emperifollamos para llenar un vacío interior. Por desgracia, y como sucede en la película, ese vacío también suele ser tapujado con el embarazo y las crías, a quienes les toca apechugar con la eterna insatisfacción de la madre. Como si esa fuera realmente una compensación emocional y no una exigencia político- familiar. Y tristes reinitas perdidas, si tan sólo nos dieran la oportunidad de conocernos un poco mejor, si tuviéramos más tiempo para pasar por esos trances hormonales a nuestro propio ritmo, tantos errores serían evitados, tantas revoluciones fallidas sorteadas.

Pero sin preocupaciones, queridas mías, sin tanto drama ni histeria. Somewhere (2010)[1], sí, en algún lugar está esa pista de hielo donde bailamos con un vestidito celeste mientras nuestro padre nos mira y por un momento nos entiende, o cree entendernos, o por segundos nos alcanza dentro de sí mismo y aparece un hilo real, brillante, que nos une a él más allá de los parentescos sanguíneos y de crianza. Porque todas las mujeres perdidas tenemos un padre que nos pierde, y por supuesto, por quien nos perdemos. Este, para mí, es el momento culminante en la última cinta de Sofía, no la ultra citada escena donde padre e hija juegan bajo la piscina. Pues aquí ambos ya se conciliaron, pero allá apenas está comenzando a surgir una luz, una señal de empatía, un pequeño instante de magia. La niña hermosa, tan pronta a ser mujer, danza patinando con una belleza delicada y etérea mientras Gwen Stefani canta “Cool”. Y por ese momento todo tiene sentido, el cuerpo entero, la obra, todas las mujeres habitando estos espacios en pantalla. Mirando nuestra sombra frente a la pared, hasta saber que somos nosotras y siempre nosotras, sea cual sea el lugar e incluso el sexo con que nos tocó nacer. Porque todas somos unas mujeres perdidas, en algún momento de nuestras vidas, en algún minuto si es que no en todos. Y, para todas, el final siempre se encuentra.



[1] Esta película no ha llegado a los cines del país y, como nuestros distribuidores no son gente confiable, recomiendo encarecidamente que la bajen ahora mismo de cuevana o la página web de su preferencia.

lunes, 3 de octubre de 2011

Animalia (extractos)


Limpieza

El gato se relame tantas veces al día, parece que nunca está lo suficientemente limpio. Y sólo confía en su lengua. Hay tan pocos animales de esta especie tolerantes al agua que resultan ser la famosa excepción confirmando la regla. El gato, por lo tanto, es limpio en sí mismo. Adicto a la pulcritud de su cuerpo, se la confía a su lengua y a nadie más. Cuando alguien más lo baña, con agua y jabón, siente desconfianza y terror. Luego se le verá darse una sesión de autolimpieza intensiva. Esto hay que aprender del gato: todos somos adictos a comportamientos o, para decirlo de otra manera, hay conductas que de forma particular e íntima nos facilitan la vida porque entregan esa sensación de sentido, de orden emocional, de bienestar tan anhelado en la inestabilidad que suelen tener nuestros entornos humanos. La idea que nos presta el gato es confiar en la fuente de esa estabilidad dentro de cada uno de nosotros. Buscarla y sostenerla, no una vez cada cierto tiempo ni todos los días, sino varias veces al día. Si como especie logramos el sentimiento de dicha tranquila tan común en cualquier gato, habremos atravesado una brecha considerablemente abismal dentro de nuestra naturaleza.


Adaptabilidad

Soy un tlacuache y llevo en este planeta seis mil años siendo exactamente el mismo. Bueno, eso considerando que a través de mí han vivido varios ejemplares de la misma especie. El caso es que mi familia y yo estamos aquí desde tiempos prehistóricos y nuestro cuerpo no ha cambiado, probablemente sí y mucho nuestra consciencia –porque señor ser humano ignorante: los animales tenemos tanta consciencia como usted- y también nuestra memoria genética. ¿Por qué he sobrevivido tanto, un animalito que no es excepcionalmente fuerte, ni depredador, ni maleable? La primera y más rápida respuesta es porque me he adaptado a ustedes. No tengo problemas en convivir con su ruido ni en hurgar dentro de sus deshechos degradables. El segundo motivo, y el más interesante, es una pista que a continuación le regalo. ¿Por qué?, digamos que hoy estoy de buen humor. He terminado de leer “La evolución de las especies” de Charles Darwin y me dio mucha risa. Aquí va: cuando siento que estoy en peligro me hago el muerto. Si usted navega por internet y busca fotos de tlacuaches encontrará varias imágenes en las que aparezco tieso, con la lengua de fuera y las pupilas dilatadas dentro de unos ojos muy abiertos que no pestañean. Y si esa no fuera una imagen fija notarían que mi cuerpo no se mueve con la respiración. Sí, sé imitar tan bien la muerte que puedo permanecer así hasta por seis horas. Y para subrayar el efecto, secreto por el ano un líquido pestilente para fingir el estado de putrefacción. Créanme, eso hace que muchos animales retracten su idea de comerme.

Fue difícil cuando aparecieron las bolsas de basura mas no se preocupen, ya sé cómo romperlas.