sábado, 4 de septiembre de 2010

El comienzo de una novela

Blanco sobre blanco


I
Mucho tiempo ha transcurrido ya. Lo nota por el desplazamiento del sol reflejado en la nieve. Las sombras se hacen largas, así como su hambre es cada vez más feroz. Parado sobre el hielo, espera atento frente a una grieta a que alguna foca anillada salga a respirar. Tal vez podría tener suerte para atrapar una ballena beluga, pero no se siente con suficientes fuerzas para un tipo de cacería de esa magnitud. Dos veces un lomo liso y brillante ha aparecido fuera del hielo, pero no ha sido lo suficientemente rápido. En una ocasión, su mirada se encontró con los ojos de un animal que no reconoció. La aparición se desvaneció rápidamente, pero no su expresión de miedo. Él también tiene miedo. Hace muchos días y noches que no come nada más que bayas, pasto y una gaviota que atrapó por desesperación. Detesta esa clase de alimento. Sólo le provoca más hambre. El tiempo sigue pasando, a juzgar por el cambio de temperatura y el nuevo color de la nieve, que de gris metálico ha mutado sorpresivamente al rosado. Mira por debajo de sus patas: el agua corre muy rápido bajo la gruesa capa de hielo, que se desprende en pequeños pedazos. Se escuchan golpear unos con otros en medio de las corrientes marinas que al encontrarse chocan en un ruido ensordecedor. Sabe que es difícil para los animales que allí nadan reunir fuerzas para no ser arrastrados hacia mar adentro. La mayoría, al igual que él, no ha comido nada. También sabe que no pueden aguantar demasiado la respiración, y el tiempo sigue pasando. Escucha gritos ensordecidos por el agua congelada. Cree ver otra cabeza y un ruido discreto de aire entrando a los pulmones, pero demasiado lejos para correr hasta ahí antes de que se sumerja. Si su visión no lo engaña, aquella cabeza pertenece a una ballena beluga. En este momento, sin embargo, no puede confiar en sus seis sentidos, que enloquecen con el hambre. Ya le ha ocurrido otras veces. Sabe que el alimento se encuentra a pocos metros de él, así que se deja caer en la grieta que comunica al mar bajo sus patas. Se sumerge por completo, abre los ojos y se encuentra en el centro de un grupo de ballenas que ahora nadan en todas direcciones para alejarse del predador intruso. Muchas le rozan el cuerpo. Impulsándose con sus patas delanteras, trata de atrapar a varias, pero sólo consigue darles unos buenos rasguños. El olor de la sangre abre más su apetito, y se sujeta a una hembra beluga con todas sus garras. Ella sacude su cuerpo, nadando muy rápido, hasta mandarlo lejos, donde choca con una pared celeste. El color de las belugas se confunde con el agua petrificada. Tras las paredes de hielo cruzan sombras veloces que simulan el cuerpo de los animales. Varias veces se abalanza contra alguna y su hocico choca con las heladas cavernas del subsuelo marino. Pronto se agota el aire de sus pulmones, y sus dos patas delanteras se apuran en buscar una salida. La luz del exterior entra por todas partes, formando anchas proyecciones. Se acerca a una grieta que alcanza a iluminar su cuerpo entero, asomando apenas la nariz. Hace un esfuerzo por golpear la grieta con su cabeza, pero no cede. Entonces se queda ahí unos segundos para tomar un poco más de aire. Sus patas se balancean con movimientos ligeros y acelerados. De no ser por la corriente que le impone resistencia, podría permanecer en ese lugar lo suficiente como para llenarse de aire y darle otro intento a la cacería. Siente que sus fuerzas se agotan. La corriente lo arrastra. Está dejando de hacer esfuerzos inútiles con sus patas cuando ve encima suyo una enorme ventana por donde se ve el cielo púrpura. Sale de un salto a la superficie y cae con su estómago en la nieve blanda. Se queda así unos minutos, sintiendo solamente el placer de respirar. La sal del mar le lastima la piel, por lo que restriega todo su cuerpo en la nieve para liberarse de ella. La noche ya no tarda en llegar, y nuevamente tendrá que soportar el hambre. Otro día perdido. Vuelve a la grieta que le salvó la vida y se instala ahí, listo para atacar a cualquier bestia. Oculta su nariz en la nieve para confundirse con el panorama blanco y espera. No piensa en nada. Su mente también está en blanco. Ni siquiera piensa en la presa que tiene que capturar para sobrevivir. Ese estado de vacío mental, en consonancia con el vacío estomacal, es singularmente parecido a aquel que experimentó en sus primeros meses de vida, antes de conocer la nieve.













II

Lo abrazaba la oscuridad. Por ningún lado había luz, color u otra forma de visión que luego conocería. El dolor o los placeres eran cuestiones inconcebibles, como el hambre o la hermosa saciedad. Tampoco sentía calor ni frío. Su cuerpo no le ofrecía sensaciones de textura: suave, áspero, blando, duro, serían comunicaciones que su cuerpo enviaría en varios meses al cerebro. En ese entonces, ni siquiera tenía cerebro para hacer conciencia del mejor momento de su existencia. Entonces ¿por qué tenía recuerdos de su primer tiempo en la vida? Flotar en un líquido de temperatura justa. Desplazarse lentamente. Suspenderse acompasado con los ecos de algún movimiento externo. Eso era todo. Un día ―o noche, cómo saberlo― se quedó adherido a una de las paredes del útero. Era la primera sensación que tenía: suavidad, humedad y blandura. La delgada capa del órgano se estiraba y encogía lentamente. Casi de forma inmediata empezó a escuchar. Primero los latidos de un corazón que lo mantenían adormecido. Luego, sonidos extraños, que nunca logró reconocer. Venían de muy lejos, atravesaban el agua en donde él permanecía en duermevela y se quedaban rebotando por tiempos interminables. Algunos tensaban su cuerpo que ya crecía. Lo sabía porque ahora se tocaba con sus extremidades. Podía pasar mucho tiempo concentrado en descubrirse a sí mismo, pero luego llegaban los sonidos extraños y una grieta de hielo se abría en su estómago. Después descubriría que esa grieta era miedo y nada más. Nunca lo abandonaría; sería la sensación que lo visitaba con más frecuencia en su vida. Comprendió que estaba dentro de un ser viviente. Le llegaban sentimientos profundísimos que no le pertenecían, pero que experimentaba como si fueran propios. El hambre venía en momentos, y era parecida a la grieta de hielo que produce el miedo, pero con una sutil diferencia: cuando el agujero se llenaba daba paso a un estado de lo más placentero. En esta época podía diferenciar los momentos en que estaba dormido de cuando despertaba. Una vez, por ejemplo, soñaba con el tiempo en que su cuerpo informe flotaba sin dirección y una sacudida tremenda lo despertó de un sobresalto. El temblor fue interminable. Escuchaba ruidos que provenían de un lugar un poco más arriba que él. La oscuridad se pobló de extrañas visiones, si se pudiera llamarlas así, ya que faltaba mucho para que abriera los ojos por primera vez. Veía colores, y creía que le golpeaban la cara. Los ruidos guturales se hacían más roncos e incrementaban su intensidad. Creyó que ese era el fin de los tres. Simplemente lo supo. Pero no fue así. El estruendo se detuvo, el terremoto cesó, y sólo quedaron los ecos amortiguados por la flexibilidad de la pared de su hogar. Fue así, en esa ocasión de extraña alarma, cuando se dio por fin cuenta de que no estaba solo en el útero. Eran tres los que vivían en un mismo cuerpo: su madre, él y uno más que había flotado a su lado durante esa larga etapa perfecta, y vivido otro lapso en la pared contraria a la suya, creciendo, como su propio espejo. Desde ese momento su propia existencia se hizo mucho más compleja. Cuando sentía hambre pensaba en su madre, y le pedía con movimientos bruscos comida. De igual forma, las veces que el miedo lo invadía pataleaba con una extremidad para que a su hermano le llegara el mensaje en ondas líquidas. Él las recibía y respondía con otras. De ese modo, ya no se sentía solo. La nueva presencia tenía también otro tipo de ventajas. Cuando crecieron un poco, podían tocarse, y jugaban a adivinar sus propios movimientos a través de la membrana que los separaba. Sin ponerse de acuerdo, coordinaron sus fuerzas para comunicarse con la madre, y ella les respondía con sonidos que ya no tenían tanto espacio para quedarse rebotando, sino que llegaban claramente a sus oídos y luego desaparecían. Fue en ese entonces cuando el espacio se redujo hasta que él y su hermano no pudieron moverse más. Entonces se vio obligado a olvidar todas las cosas que había aprendido a hacer en su trayecto por la vida. Pero no pudo olvidar a sentir, ni a tener pensamientos, que eran colores en su cabeza. En los últimos instantes dentro del útero quiso volver a ser ese embrión que tenía la mente en blanco.


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