martes, 31 de mayo de 2011

Silencio, una obra desapercibida


Es el silencio que se instala a veces entre este espacio y yo, por eso días, semanas sin volver. Tiempo en el que la información entra por mis ojos, por mis poros, por mis oídos y mis ganas para detenerse en el centro de la cabeza, a descansar, a supurar vapores del que suda y se cansa. Para el que practica la escritura –siendo cuales sean las variantes del caso- no escribir puede ser un signo de contención, de perplejidad ante lo inmenso, de sana humillación disfrazada de humildad, de terror a entrar en impredecibles caminos, de evasión o determinismo. Van desgranándose las anteriores posibilidades del fruto más dulce y jugoso, ese que siempre se anhela morder, pero cuando aparece la otra posibilidad hecha fruto putrefacto las cosas cambian. No es, en realidad, otra fruta sino las espaldas de la misma. Para quienes practican la escritura no escribir también puede ser un signo, o bien de vacío existencial, o bien de que por fin te diste por rendido, amarraste con un nudo perfecto las manos tras la espalda, te amortajaste. Y como a todo en esta vida no encuentra más placer que tomar las cosas y mirar una cara de ellas y luego la opuesta, como si no fueran parte del mismo cuerpo, como si todo no estuviera mucho más unido de lo que parece, mi pequeña putita intelectual enferma de ingenua va viendo cómo las historias serán por siempre incompatibles mientras permanezcan verdaderas.

Y alcanza a verse el silencio, tentando, como aquel que se quedó instalado aquí en febrero del año 2010. Yendo a los comienzos era treinta y uno de diciembre, y habíamos decidido irnos a vagar por el cerro durante el día. A mí ya comenzaba a hacerme efecto el vaso entero que cada uno se tomó. Tenía síntomas que podía reconocer porque había estado leyendo el día anterior al respecto, náuseas, mareo, somnolencia, chupaba un limón siguiendo el consejo que encontré en algún libro o internet, el limón estimulaba esa sustancia. Subíamos por el camino de cemento, el sol pegando con fuerza en estos surrealistas fines de año veraniegos del hemisferio sur, hasta que alcanzamos una cima, conocimos a un perro y yo le dije hay culturas antiguas que llamaban a esta planta perro guardián, porque cuando estás con ella no te puede pasar nada. Y nos detuvimos en una plaza olvidada donde yo había jugado de niña, y comenzaron a surgir toda clase de recuerdos, y vomité pegando un brinco en mi vuelo, y las hojas y flores caídas se levantaron con un viento que las hacía girar alrededor, y de su cara de hombre comenzaron a salir lagartijas, dragones, demonios. Y él decía cómo mis orejas se hacían puntiagudas, cómo me convertía en duende, y el perro se quedó junto a nosotros, nos cuidaba, se ponía firme para defendernos al acercarse alguien. Todo el día en el cerro, hasta que comenzaba a atardecer y los primeros grupos se instalaban para festejar. Él y yo bajando, ya nos habíamos dado cuenta de que permanecimos callados sin explicaciones. Pues simplemente estaba por completo de más hablar, porque cuando queríamos comunicarnos nos mirábamos y en nuestros ojos entendíamos. Abajo nuestro, abajo del cerro la gente borracha, gritona, sucia. El olor de fritanga y eructos de cerveza.

Nosotros, callados hasta lo más profundo. Y cuando las últimas horas de un año imaginado comenzaban a acercarse, y en las calles la electricidad reinaba, y ya se escuchaban incluso algunos fuegos artificiales por mano de algún impaciente, quisimos traer de vuelta la palabra. Entonces le dije quedémonos callados un tiempo considerable, que algo alcance a suceder, estemos en silencio como una obra. Un mes: cifra redonda y pesada. Treinta días viviendo nuestra rutina normal, pero sin hablar. Poco después vi en él la muerte, pero se esfumó igual que como había llegado.

Fue el siguiente mes del pacto. La ciudad estaba durmiendo acalorada y tomando vacaciones. Cuando nos encontrábamos con gente, hacíamos señas de no poder hablar. Si necesitábamos comprar algo lo escribíamos en un papel. Entre nosotros también nos escribimos en un comienzo, pero alcanzamos a notar más bien pronto que no era necesario. Las formas de comunicación brotaron solas, tan anestesiadas en su larga vida por el absurdo sobrepeso de la palabra. Y no era fácil. En silencio las emociones también brotaban sin medida, y junto con ellas algunas sombras que todos tenemos por ahí, sepultadas en tenebrosas mazmorras. No me fue fácil, lloré mucho, me pegué unas buenas sacudidas. Él me observaba con los ojos llenos, fuimos y volvimos como agua en la orilla. Siempre, en el fondo, ha sido así. Ahora es así.

Después, regresar al habla. Y no de cualquier manera. Nos faltaban dos días para terminar el silencio y Chile se sacudió en un furioso terremoto de tierras sureñas. De nuevo el golpe de la muerte, otra vez visualizar la posibilidad de ella frente a frente, considerarla y aceptarla. Él me llamó desde la oscuridad cuando, por el momento, todo había pasado. Estoy bien, dije y mi voz tenía hilos sueltos. Así volvimos a hablar. Ese terremoto seguía, dentro de mi cuerpo.

Dije que iba a escribir un texto, le prometí y me prometí construir el ensayo en forma no derechamente académica, pero sí un escrito responsable sobre una obra de arte con todo lo que eso implica. Así fue pasando el tiempo, y yo volví a decírmelo, pero era imposible, las palabras estaban atascadas en la mudez. Ni siquiera ahora puedo nombrar lo que sucede en el mismo silencio, y voy rondando los contornos de la situación acercándome lo más que puedo, pero quemándome cuando avanzo demasiado. Es una esfera gigante y de fuego la que circundo en un espacio infinitamente negro. El lugar vacío va llenándose de colores extraños que se esfuman como humo luego de unos segundos, así pasan mis palabras por sobre este performance, una obra en coautoría con Prem Sarjo.

miércoles, 25 de mayo de 2011

Certeza


Hoy, Raúl no sale de la cama. No más. Sus piernas pesan, incluso es incómodo tener que situarlas en diferentes posturas para que no se le acalambren. Su cabeza, sin embargo, se siente cómoda así, hundida en los abrazos del colchón. No es que tenga sueño en particular, podría dormir si es que le vinieran ganas, la mayor parte del tiempo está simplemente acostado con la mente en blanco, considerando que el blanco, eso recuerda él, contiene en sí todos los colores.

Su mujer entra y le sonríe compasiva. Luego se acerca a la cama y ahí se queda, con su mano en la mano de él, mirándolo, sonriéndole. Él le devuelve la mirada con naturalidad, pero intensamente, en una resolución que parece tener sobre la mujer un sentido de mal agüero, porque de pronto su rostro cobra una seriedad serena y firme. Dice dímelo, por favor, por favor dímelo, que sea lo que sea. Él le acaricia el brazo mientras responde que no se levantará más. ¿Estás enfermo?, le pregunta ella sin obtener respuesta. Entonces se sume en un mutismo acompañado de un tono pálido verdoso que de pronto le invade la cara. Se pone de pie. Su muslo cubierto a la mitad por una falda gris se dibuja perfecto, y Raúl puede ver de pronto las horas de gimnasio en esas contorneadas piernas. Así está, parada frente al costado de la cama. Un poco más allá la ventana entrecerrada por cortinas de tul. La alcanzan sombras de luz. Raúl yace boca abajo, con la cabeza de lado, los brazos en posición de levantar una pesa, pero lánguidos, una pierna estirada, la otra doblándose como una flecha que apunta hacia la mujer, su boca un poco abierta. Ella sale de su parálisis, va con pasos firmes hacia la ventana, abre las cortinas dejando entrar un día que a Raúl le parece bello al cerrar los ojos.

Luego de un primer descanso suena el teléfono. Raúl escucha murmullos. De pronto por la voz de su mujer comprende que es su jefe quien llama. Ella entra al cuarto y le deja el teléfono en la mano. Raúl responde. Qué le pasa, qué le hizo a su esposa, está como poseída, dice que no se levanta de la cama. Es cierto, responde Raúl con una voz que incluso él observa como ajena. Cierto qué, dice el jefe e inmediatamente se calla. El silencio se siente gordo, pesado, acaparador. El jefe deja pasar los segundos como caracoles que van dejando un rastro brillante, luego carraspea y le dice atropelladamente debe ser bien huevón, o bien hijo de puta, si cree que me la voy a mamar con las excentricidades de cada quién. Viene ahora porque sí, le necesitamos desde la mañana urgente en redacción. Cuelga el teléfono pero curiosamente vuelve a llamar, y la mujer entra a responder, y Raúl se imagina que la utiliza de mensajera gritándole toda serie de advertencias porque ella repite sí, sí, sí, cuelga y se desmaya.

El silencio entra de nuevo en el cuarto de Raúl como un manto que por primera vez en una muy larga noche ha decidido arroparlo. Él lo saborea, hundiéndose en la certeza de un momento especial. Dormita, despierta, en algún momento ya no está su mujer en el suelo, en otro quizás las paredes retumbando en patadas o golpes de puños gigantescos. La luz baila lento sobre él, es una lengua gorda y glotona.

Al atardecer entran sus hijos, dos adolescentes con trajes de fútbol llenos de tierra. Se lo quedan mirando con rostros para Raúl indescifrables. Ambos en sintonía, ambos una sola cara entrando por la puerta de su cuarto, asomándose por mera curiosidad. Experimenta una inquietud de vísceras que chillan desesperadamente. Pero Raúl mira a los hijos sin ya hacer consciencia de su propia postura en la cama, olvidándose casi por completo del cuerpo que tiene ahí tumbado. No es que esa lejanía de sí mismo fuera repentina, piensa a la pasada, lleva días así o quizás años, cómo saberlo. Su hijo más joven cierra los ojos muy fuerte, la altura de su cara se transforma en dos volcanes vistos desde abajo, pues de sus ojos salen lágrimas enrojecidas por el ocaso, los puños están apretados y las venas infladas a reventar. Algo desconcertado, Raúl mira la escena con más atención. Poco a poco se empieza a fijar en los extremos de la imagen, una sutil línea negra que lo circunda todo, ¿o es otra ilusión óptica producto del atardecer? Pero, constata, hay una línea que envuelve la visión de los dos jóvenes, una línea que muy lento pareciera engordar en sí misma hasta encuadrar su toma. Detrás de una pantalla Raúl observa a sus hijos, el recorte que producen los cuerpos en las líneas del closet, las pecas como el color de la madera, el pelo travieso ondeando en espirales libres, así los observa. El primero abre los ojos de golpe, se sacude y sale de ahí produciendo desde su garganta un sonido que se hace cada vez más agudo, como un alfiler, dejando al mayor sólo frente a Raúl, y como si no hubiera otra salida para él, pues se ve algo incómodo, acerca una silla y comienza a hablarle a su padre palabras que Raúl ya no alcanza a escuchar totalmente. El hambre resuena sin cesar pero no lo llama. Es sólo un cántico lejano que habla de ritos vividos en otras épocas.

Lo que después sucede Raúl no podría asegurarlo, pero parece que entra el jefe y desaparece rodeado de portazos, parece que llegan sus padres y se acuestan junto a él, parece que su mujer varias veces le susurra cosas al oído, parece que a su alrededor se congregan tumultos abultados, clics y flashes, parece que en un momento tratan de sacarlo de la cama a la fuerza y él grita no no por favor no, como si lo fueran a quemar, parece que la cama se mueve y él sigue suplicando hasta volver a la quietud de su cuarto, parece que luego entra en un silencio de lo más absoluto en la oscuridad pantanosa, parece que vuelve su mujer y le dice llamaría a un doctor pero vas a parar al manicomio, parece preguntarle qué es lo que quieres, y parece que comprende la respuesta aunque no hay una, pues Raúl escucha movimientos apurados y luego una puerta que se cierra. Se queda entonces así, acostado en su cama. No sale más.



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viernes, 13 de mayo de 2011

Se comparten lecturas VII


Anteparaíso


Viaje larguísimo. Se vive y sufre lo suficiente como para poder luego descansar en paz, sumándose todo lo ya transcurrido literariamente como ese Purgatorio pasado. Están los sonidos que vuelven, voces de otra época, pero ahora el espacio es menos contenido y mucho más vasto. Porque se está ante el cielo escrito en blanco. Se dice dios tantas veces que me acostumbro a que la palabra se cruce como piedra en el camino. Este es un dios que se escribe ya que ha elegido manifestarse en poesía. Claro que esa voz poética es culpable, pues lo convoca, y a través de ella se llega a la idea que tiene sobre dicha palabra . Todos lo hemos sabido: las ideas pueden ser perfectas.

Las obras visuales que antes estaban en el libro anterior han pegado el vuelo para alcanzar una pureza aparentemente íntegra. Zurita agarra y comienza a utilizar los planos que ofrecen paisajes chilenos, el cielo y el desierto, para escribir en ellos y a la vez profundiza sus investigaciones poéticas sobre esos lugares. Se trata de acciones en concordancia al cuerpo entero de la obra, no exentas de un tono con aires de magnanimidad. Ese instinto mesiánico que tiene el trabajo de éste poeta le ha valido en Chile la cólera a muchos de sus colegas mayores, así como la sutil distancia autoimpuesta en los poetas seguidores zombis de Enrique Lihn que ahora se encuentran entre los treinta a los cuarenta y tantos. Así sucede siempre, hay generaciones que simplemente no pueden considerar a fondo una producción porque están irremediablemente instaladas tras un prejuicio.

Me impresiona lo evolucionadas que son la escritura en el cielo y en el desierto siendo que fueron producidas hace decenas de años. Otro gigante paso en la concepción de arte dentro de estas tierras. Y en cuanto al arsénico en los ojos para cegarse, acción que se hace visible en toda su desnudez al final del libro en la nota aséptica de Diamela, creo que aquí se corrobora el pasado quemón de la mejilla como una declaración. Cegarse entonces fue un trabajo más conservador, incuso clasicista, aunque también pueda inferirse que hubo mucho de espontáneo en ello. Esta segunda acción le imprime a estos trabajos un matiz más académicamente consciente en los materiales utilizados, algo lejos de las citas a su propia hstoria del arte y las letras. Por eso desde ahora, creo que comenzó a descubrirse una relación dispareja entre nosotros.

Se ve allí a un paso la alegría, tan cerca se ve.

viernes, 6 de mayo de 2011

La visualidad visionaria

(Publicado en El ciudadano)


Hace algunos años Cristina Lucas entró, cámara a bordo, a un confesionario para preguntarle al cura si le gusta el arte contemporáneo. Quería saber porqué la iglesia ha dejado atrás a los artistas, porqué de ser el gran mecenas pasó a darle la espalda de forma definitiva a las manifestaciones culturales que valen la pena. El padre estaba desconcertado, pero se lanzó en la carrera de las ideas dando al parecer lo mejor de sí y ambos conversaron el tema desde sus respectivos oficios. Este video no da respuestas que satisfacen pero instala preguntas reveladoras. También muestra algo muy inmediato temporalmente, una pregunta que sólo se podría haber planteado hoy y que mucho más allá de determinar situaciones políticas me abre al momento. A comienzos del siglo veinte, ebrios de entre guerras e ideas transformistas, obsesionados con la velocidad y la destrucción, los futuristas italianos gritaban que fueran incendiados los museos. Incluso declaraban la necesidad de que sus propias creaciones fueran luego destruidas para evitar el culto a lo que ya está inevitablemente muerto. No se llegó por suerte al recalcitrante fascismo misógino de aquel grupo, pero sí al anhelo de instalar lo efímero en el arte, concederle la velocidad de vida y muerte de los tiempos modernos. El sueño se hizo realidad, retorciéndose. Desde hace poco las artes visuales rompieron su molde, excedieron sus formatos y renunciaron a la obligación de ser objetos. El arte visual ha salido de sí mismo, ya no es una imagen, se ha revelado ante su propio cuerpo y así se liberó por el momento. Haciendo uso de todos los medios existentes fue alejándose de sus oficios primeros (un cuadro, una escultura, un dibujo: un objeto a comercializar), plagando el siglo veintiuno de trabajos impensados. A los artistas occidentales de siempre el último siglo les dio una cachetada que resultó ser muy saludable, por supuesto ese golpe ya venía tomando fuerza desde antes. Luego de siglos enteros en que Europa se debatía visualmente entre las escenas bíblicas y la mitología griega el arte parecía ir dejando caer su peso hacia la vida misma, quiso representarla y lo hizo de todas las formas posibles hasta que comenzó a fijarse en que a un paso de su horizonte de trabajo le esperaba una puerta de escape definitiva.

Habrá que reconocer a tantos trabajos que durante toda la historia en occidente fueron enseñando a ver salidas, entre ellos un puñado de personajes a quienes la tradición ya incorporó dentro del mercado más activo y auspicioso. No es necesario detallarlos porque hoy se ensarta el nombre de Duchamp dentro de ediciones Taschen y los acertijos de Magritte son cuestiones del saber común: nada cae por su propio peso sin filtrarse en la institucionalidad. Mejor rememorar a tantos más o menos ocultos tras el anonimato del simple gesto. El artista italiano renacentista que durante un día soleado decidió sacar al campo su caballete y pintar afuera de su taller, el que a costa de su bienestar económico y social trató temas antes sepultados o tocó zonas que por algún motivo dolían, e incluso a aquel –por qué no- que en un momento inesperado dibujó una figura viva en la pared de una caverna o quien durante horas talló una cabeza de piedra gigante. Son en el fondo partes de lo mismo, avanzando con más o menos densidad y rapidez pero llegando siempre como ríos al mar. Todos los que trataron de llevar su oficio más allá del propio formato, en cierta medida, son responsables del vuelco que estamos viviendo en nuestros días, con obras de arte que pueden surgir en cualquier circunstancia o lugar y durar el tiempo que deseen. ¿Cómo se evalúa visualmente un proyecto social a largo plazo, una situación ocurrida o una vivencia personal? Aquí y allá nuestros tiempos manchan paredes con sangre, se lanzan a la calle, experimentan con el cuerpo de los artistas y cambian de lugar las piezas de la diplomacia. Son tantos los casos, brotan con tanta frecuencia y alcanzan lugares tan inexplorados que las señales indican: esto solo es el inicio.

Hay lugar para todo. Siempre habrá espacio para obras convencionales, museos, ferias de arte, galerías, marchantes, coleccionistas y todos los etcéteras. Respiren quienes manejan hilos en el mercado del arte, si bien a veces las ven negras, aun no perderán su trabajo. Pero adelante van las manifestaciones más osadas, siempre esfumándose en sí mismas, ya lejos de las cuatro paredes que las cercaban. Más de una vez me he preguntado cómo harán los diferentes oficios para salir de sus propios límites con el fin de ser más efectivos, quiero invitar a considerarlo sea cual sea la ocupación de cada quien. En un juego de la mirada intento pasar a través de salas 3D, publicidades callejeras, jornadas en pantalla y otros avances pirotécnicos pues me maravillan las contradicciones. Una era visual que rompe artísticamente los consensos con el sentido de la vista.



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