lunes, 29 de octubre de 2012

Animalia: Alter ego


Estaba en mi cama leyendo antes de dormir, lo cual nunca hago porque no alcanzo a avanzar mucho  cuando caigo en el sueño más profundo, cosa que sucede segundos después de haber puesto mi cabeza en la almohada. Pero esa noche tenía entre manos El zorro de arriba y el zorro de abajo, un libro de José María Arguedas quien logra conmoverme por la profunda comunión que tiene con la naturaleza y en especial con los animales. La miré. Ella estaba a mis pies, durmiendo. Sonreía y su cara era la dulzura misma. Comenzó a hacer ruidos ínfimos y a sacudir sus extremidades, entonces supe que estaba soñando. No tenía idea que ellos tienen sueños, en todo este tiempo compartido jamás sucedió algo similar a lo que estaba ocurriendo en ese instante, una señal de vida más allá de la consciencia. O quizás no me había fijado lo suficiente.
Como si adivinara mis reflexiones tan concentradas en ella, cual sustancias inmateriales apuntando su cuerpo redondo, despertó. Me vio y sostuvo la mirada en mis ojos. Me senté. Se sentó. Ladeé la cabeza. Ladeó la cabeza. Como en un espejo imperceptibles segundos atrasado, pude verme en ella. ¿Eres mi alter ego?, le pregunté. ¿Miau?, fue su inmediata respuesta.
Nos conocimos hace siete años. Yo me encontraba en ese momento sin mascota y quería tener un animal, siempre he sentido por ellos un amor incontrolable que me impulsa a abrazar perros en la calle o a conversar en voz alta con pájaros y gatos. Como en ese entonces había entrado a la universidad no estaba mucho tiempo en mi casa, así que la opción del perro quedó descartada porque ellos se deprimen sin su amo, muchos hasta la muerte. Esa clase depresiones no se cura con nuestros medicamentos psiquiátricos, la comida o el ejercicio físico. Por eso los perros en la calle tienen esa mirada de tristeza enloquecida que me hace estallar dolorosamente el corazón, mirada que se va aclarando si encuentran alguien que los quiera y se deje querer, pero que siempre queda impresa en un andar que evidencia sus viajes por el infierno.
Nunca había tenido un gato verdaderamente cercano, salvo un par de ellos que alguna vez habitaron la casa de mis padres o mejor dicho el jardín pues tenían prohibido entrar. Sin embargo supe que debía ser alguien de esta especie. Al margen de la intuición, cualidad animal que hemos conservado a lo largo de nuestra historia humana y debe ser ejercitada como el cerebro o cualquier músculo del cuerpo, los motivos conscientes fueron prácticos. Limpieza, rápido aprendizaje, admirable capacidad de independencia.
Cuando se mete algo en mi cabeza no hay nada ni nadie que pueda detenerme. Creo haber leído en algún lugar sobre los gatos siameses, me parecieron mágicos así que comencé a hacer averiguaciones para encontrar una camada donde me estaría esperando ella. Siempre quise que fuera hembra, esto sin ningún motivo en absoluto, simplemente no me planteé otra posibilidad. Ahora me pregunto si esa decisión no vendría de la misma intuitiva necesidad para encontrarme con mi otra yo, en el sentido más animal del término y menos psicoanalítico, esotérico o literario posible. Por fin me llamaron de una tienda de mascotas a la que había estado acosando. Les llegaría una camada de gatitos recién destetados, de tres meses. No eran raza siamés, eso sí, al menos no pura. La madre tenía sangre intachable, pero el padre hasta ahora les era desconocido. Tal cual, me encontraba en México apunto de adoptar una gata hija de la chingada, al mejor estilo de Octavio Paz en El laberinto de la soledad. Están bonitos, me dijo el vendedor tratando de convencerme, sin saber que mi decisión estaba tomada y poco me iba a importar cualquier desviación racial de mis planes.
Fui por ella. Estaba con sus hermanitos en una vitrina con incómodo suelo de reja, y se le veía asustada. Me la dieron, la miré. Todo en ella parecía una pequeña siamés. Sus ojos azules y bizcos, su cuerpo casi enteramente blanco con gris en las orejas y la cola rallada. Me llenó su belleza. Le vi el vientre rosa y tenía una cicatriz reciente, demasiado grande para su pequeñísimo cuerpo. Está operada, se adelantó el vendedor. Entonces nunca podrá tener gatitos, pensé con un dejo de tristeza misma que ahora ha mutado en agradecimiento porque definitivamente ya no hacen falta más animales domésticos infelices, perdidos y abandonados. Por más que estos sean gatos más capaces de vivir en soledad que los perros.
Los animales domésticos han recibido el mismo sufrimiento que una vaca en un matadero, o los pájaros y peces en jaulas, aunque el formato cambie. Habría que operarlos a todos, perros y gatos, durante algunas generaciones mientras se les encuentra hogar. Luego, bajo medidas de control dignas de ellos, dar paso una vez más a los designios de la naturaleza. Así nos haríamos cargo del abandono, única causa de tanto animal callejero. Es lo menos que podríamos hacer por quienes hemos condenado como especie a tanta miseria, pero habría que vérselas con el demonio que en este caso viene a estar fielmente representado por todos los criadores. Ganan millones y millones obligando a hembras a parir sin descanso para luego arrebatarles a los cachorros y venderlos por precios ridículos a gente de la que no tienen la más remota idea. Ellos son el verdadero enemigo. Pero me he desviado del tema.
Le costó acostumbrarse a su nueva vida doméstica. Poco a poco notó que yo no le haría daño, así que se quedaba tranquila conmigo e incluso dormía acurrucada sobre mis piernas. Pero cada vez que entraba otra persona se escondía para no salir más. Luego, mientras fueron pasando las semanas, tomó más confianza a la gente de la casa. Con todo, su natural rechazo a los desconocidos no ha cambiado hasta hoy, mezcla de timidez con verdadero miedo. Tiene preferencias, a veces se acerca a alguien luego de unos minutos desaparecida y otras no lo hace jamás. Es cosa de tiempo, pero el impulso inicial a huir al escondite más cercano es total y constante salvo conmigo. Estoy convencida que esto le viene de un trauma en la infancia. Me bastó conocerla de cachorra para notarlo. ¿Y qué no todos los seres de cualquier especie llevamos impreso hasta el día de nuestra muerte esos primeros momentos que la vida nos arrastra para encontrarnos, antes incluso de ver la luz? ¿No hemos absorbido todos los sentimientos de nuestra madre y cada situación que transcurría tras la pared del útero? Sí, nos llevaremos nuestro inicio hasta el final, como la vieja serpiente que se muerde la cola.
Por motivos de búsqueda personal viajé a Santiago de Chile para vivir. Ella vino conmigo. Trámites con el veterinario, quien la revisó y luego aseguró que estaba en perfecta salud, que ya no crecería más, que sería por siempre pequeña y lo más probable, gordita. Habrá que darle comida de dieta llegado su momento porque hormonalmente va para la obesidad. Largo trayecto de ocho horas en avión, hipotéticamente suavizado con una pastilla que se supone la debía dopar pero sólo entró en parte. Disfracé el medicamento dentro de un pedazo de salchicha que estaba a la mitad cuando la recuperé en su jaula, con las pupilas más dilatadas que Jim Morrison.
Una vez en Santiago hemos vivido en siete lugares diferentes, y eso que sólo llevamos siete años. No analizaré las posibles implicancias de dicha coincidencia, las dejo al libre albedrío de la imaginación lectora. Diré que algunos cambios han sido conscientes y otros inevitables, lo cierto es que más de la mitad de mi vida la he pasado en mudanzas, tanto de país como de casa, y tal vez esa costumbre la llevo en las circunstancias que se me cruzan. Me gusta viajar pero también deseo tener mi nido. Ella lleva esa vida viajera porque está conmigo.
Cada vez que llegamos a un lugar nuevo ella me agradece, con gestos cariñosos y su lenguaje hablado que aunque no utilice mis palabras castellanas ya comprendo. Se siente honrada porque no me separo de ella pase lo que pase, porque todos los momentos difíciles o placenteros los pasamos juntas, porque un nuevo territorio contiene un viejo amigo y las sorpresas nos alcanzan a las dos. Soñamos y trabajamos juntas, respetando nuestras respectivas responsabilidades y espacios. Me llama la atención estos arranques de amor incontrolable cuando nos instalamos en un nuevo lugar. Los gatos en su naturaleza no gozan con los viajes, al contrario, se estresan y asustan, tardan en encontrar esa curiosidad tan característica en ellos, quizás porque sus sentidos los alertan de otras formas. He leído que, entre otros sentidos que no comparten con nosotros, son capaces de percibir los espacios más allá de suelos, paredes y techos. Todo ello conlleva una responsabilidad especial. Es como si viéramos más allá de lo que nuestros limitados ojos humanos nos permiten. Seríamos más precavidos, quizás. O más humildes.
La jaula fue abandonada por una manta donde la arropo cual un recién nacido, un capullo, una oruga o un tamal. Al contrario de lo que sucede con la jaula no llora cuando la traslado así, se queda tranquila, inmovilizada entre mis brazos.
Ella tiene la facultad de la metamorfosis. A veces es mapache, otras lechuza, oso de peluche, humano, paloma y tigre. Se llama Mim por Madame Mim, esa bruja rival del mago Merlín que era muy mala, chistosa y morada. Siempre he amado a Madame Mim y también le he admirado con un tanto de envidia, pues mi profesión frustrada es la de bruja. No lo fui porque no había encontrado a mi maestra, y esa profesión no se aprende en los libros. Ahora me doy cuenta que tengo mi tutora, frente a mí, todos los días. No por nada los antiguos aseguraron que las brujas se disfrazan de gatos. La vida está llena de magia y no es que esta sea algo sobrenatural sino todo lo contrario, está en la naturaleza. 

sábado, 27 de octubre de 2012

Polvareda V


(Publicado en Escáner Cultural)


Esos señores que se perdieron en el mar para nunca volver tenían su propia historia. Resulta que ya habían alcanzado el poderío de toda la zona tiempo atrás, y las tribus les tenían un rencor espantoso. Se les veía en sus gestos, cuando iban a besarles los pies y no podían evitar mirarlos a la cara, cosa que era absolutamente prohibida. Clavaban un instante sus ojos en los de aquellos amos y luego volvían a deshacerse en servilismos, borrando lo recién hecho. Y pudo haber pasado inadvertido ese odio pero era tan intenso y se prolongó tanto en el tiempo que los señores empezaron a sospechar. Cómo es posible que no nos teman, que no nos levanten por encima del cielo, que no nos agradezcan día a día la salida del sol. Esto se preguntaban y por dentro el gusano del orgullo les corroía el estómago. Ellos llegaron hasta ahí por voluntad, luego de ganarse el territorio a punta de guerras. Quedó muy claro quién era el vencedor y quién el vencido así que no podían tolerar esa innombrable molestia que les llegaba hasta los corazones. Esperaron que el momento fuera oportuno, que alguien de las tribus dejara escapar una palabra de más o una evidencia donde la falta de respeto saltara a la vista. Pero los otros eran precavidos. Y así continuó pasando el tiempo.
Estaban los dueños y señores de las tierras con sus mujeres. Gozaban haciendo que ellas les adornaran el pecho, los peinaran en moños altísimos y les dibujaran el vientre gordo haciéndoles cosquillas. Cuando uno nuevo nacía mandaban a las madres a buscar maderas a la selva para luego tallarlas en tablas muy rectas, las cuales eran amarradas al cráneo del recién nacido haciendo presión por adelante y por atrás. Al principio el niño lloraba desconsolado pero luego la fuerza de la costumbre era más fuerte y aprendían a caminar lento para no caerse con el excesivo peso que llevaban arriba. Valía la pena porque con el tiempo les crecía la cabeza en punta, se les deformaba el cráneo haciéndolos parecer más inteligentes. Era un signo de distinción máxima que todos comentaban admirados. Mira su frente tan amplia, decían. Seguro debe ser descendiente de esos que alguna vez bajaron del cielo para hacernos los que somos. Estuvieron aquí y eran más altos, más bellos y luminosos que cualquiera, con la cabeza más puntiaguda que todos los hijos de nobles. Tenían una inteligencia suprema. Lo podían ver todo, tanto lo que ocurre a sus espaldas como bajo el mar y a la vuelta de la galaxia. Ellos viajaban en el espacio y llegaron hasta nuestro lugar para enseñarnos cosas que hemos olvidado.
A las personas les hacía bien contar historias donde su descendencia llegaba hasta cuestiones trascendentes que ellos mismos no alcanzaban a entender. Se congregaban para adorar dioses que nunca habían visto pero que sentían en su interior. Algunos se sabían parte de ellos mientras que otros se esmeraban en alcanzar las estrellas. Quizás por eso no podían soportar que existieran hombres gordos dueños de todas las tierras haciéndose pasar por divinidades. Qué tenían esos que no tuvieran ellos. Además de las enormes panzas eran iguales. De piel morena, pelo negro muy liso, manos hábiles con uñas rosadas, ojos que en su oscuridad tendían siempre a mirar al cielo nocturno. Todo en su cuerpo les hacía hermanos, pero en sus conocimientos los alejaba. Pues aquellos señores tuvieron la posibilidad de ser educados y se sabían todas las técnicas, danzas y canciones. Sin embargo en habilidades físicas las tribus los superaban porque ellos sobrevivían por sí mismos enfrentándose desnudos noche y día a la selva sin ayuda de sirvientes. Se sonrieron. Entonces comenzó a construirse el plan para matar a quienes los gobernaban.
Alguien fue y les dijo todo a los señores, por supuesto nunca se supo quién. Pero de qué otro modo explicarse lo que sucedió. Iban en camino, como bestias sigilosas, a armar la emboscada, cuando abruptamente se quedaron dormidos. Entonces los señores llegaron hasta ellos. Les arrancaron las cejas, las barbas, les quitaron sus collares, pulseras, plumas y brazaletes. Los dejaron desnudos y heridos. Cuando despertaron estaban solos y ya amanecía. Les dolía la cara. Volvieron a sus casas como perros con el rabo entre las patas y mientras tanto en sus palacios los señores reían mientras trabajaban en su próximo proyecto. Eran unos muñecos tamaño humano hechos con paja, papel, madera y ramas. Los pintaron y moldearon hasta que parecieron reales. Eran como cadáveres que en cualquier momento cobrarían de vuelta la vida. Luego les pusieron las barbas, cejas y todas las pequeñas joyas que esos sirvientes habían recolectado a través de sus herencias. Construyeron en torno suyo una cerca con púas gigantes y ahí los ensartaron.
Lo que sucedió después es algo que jamás pudieron olvidar, y se cuenta generación tras generación cada vez con más lujo de detalle. Rezaban para que su dios les ayudara a aplastar a quienes se les habían revelado y así fue como desde el mar lejano les llegó poco a poco un sonido zumbante, incrementando su volumen mientras pasaban más minutos. Creyeron que tal vez el océano se saldría de su cama como en tiempos pasados pero no fue así. El cielo se cubrió de una densa nube oscura que sin embargo se movía en un ritmo diferente al viento. Llegó la nube hasta ellos y pudieron ver que estaba hecha de incontables insectos voladores, negros y amarillos, a quienes después llamaron abejas. Iban directo a las flores y luego volvían a juntarse para adoptar la forma de todos los pétalos que tocaron. Una mujer levantó las manos y fueron hasta ella, cubriéndola entera. Después emprendieron vuelo y en lo alto imitaron la figura de esta mujer a la que hicieron danzar entre las nubes que parecían mirar incrédulas este prodigio. Luego bajaron hasta uno de los recién nacidos trazando círculos en torno a él y rozándolo con sus alas haciéndolo reír. Uno de los señores, el más interesado en la batalla que ya impregnaba el aire, abrió unas calabazas y las levantó para que las abejas llegaran hasta ellas. Una vez los insectos estuvieron dentro las cerró y selló. Por unas horas se escuchó el grito de las abejas hasta que se cansaron y todo quedó en silencio.
Cuando oscurecía los señores disfrutaban de un banquete en la punta del cerro sagrado. Las mujeres y niñas los acicalaban poniendo frutas en sus bocas hasta que estos ya no podían más. Así se fueron las horas hasta que escucharon pasos acercarse. Eran ya no los guerreros más destacados sino las tribus enteras viniendo por ellos, tantos que les fue imposible ocultarse entre toda la vegetación al paso. Pero no les importó porque allá en el palacio de los señores se veían algunos guerreros listos para la pelea, y eran tan pocos en comparación que llegó a darles risa. Poco sabían de lo que estaban mirando, sólo muñecos sin vida, y así continuaron su camino más airados que nunca.
Llegaron hasta la selva calabazas que se estrellaban en el suelo dejando salir miles de abejas enfurecidas. Los insectos volaban directamente a las tribus y les pinchaban los ojos primero, atacándolos después por todo el cuerpo. Caían muertas en cuanto usaban su aguijón pero en seguida venían más y la cosa no parecían terminar nunca. Los señores bajaron lentamente del cerro con sus mujeres, y ambos mataron a sus contrincantes a palos. Fue tan fácil la tarea de enfrentarse a seres que ya estaban ciegos y adoloridos. Muchos otros de las tribus corrieron hasta sus casas para nunca volver. Algunos habían tomado calabazas que no se estrellaron en el impacto con la intención de examinarlas desde la tranquilidad de su hogar, pero fueron invadidos por ataques de veneno para ellos mortal. Sus cuerpos aun no estaban acostumbrados al aguijón de las abejas. Vieron morir a sus hijos, mujeres, vecinos, miraron cómo desaparecían pueblos enteros. Y desde su palacio los señores decían a sus hijos ahora sí estamos listos para irnos pues nuestro tiempo ha llegado y ya puede escucharse cómo nos llama el señor de los venados. Entonces desaparecieron en el mar.
Solamente dos abejas sobrevivieron esa primera guerra, muy jóvenes aun como para usar su aguijón. Se fueron volando lejos de los hombres a quienes ahora temían porque las encerraron para utilizarlas como armas gracias a lo cual todos sus pares habían muerto. Dicen que por un tiempo, mientras sus cuerpos crecieron entre las flores, planeaban qué hacer para cambiar el rumbo de aquellos seres confundidos. Permitieron que su propia tristeza mutara en néctar y éste en miel. Entonces se dijeron hemos cumplido nuestra tarea. 

miércoles, 17 de octubre de 2012

De ángeles y ninfas: Una defensa del ensayo


El pasado martes 2 de octubre se hizo una conversación en torno al último libro de Adriana Valdés. Con un título sugerente, De ángeles y ninfas, y un subtítulo que puede atraer a algunos y asustar a otros tantos, Conjeturas sobre la imagen en Warburg y Benjamin, esta publicación nos convoca especialmente a todos los que leemos o escribimos sobre imágenes. Pero sobre todo invita a pensarlas, y es aquí donde se convierte en algo más amplio. Este texto no es en defensa de dos autores en particular, sino en defensa del pensamiento mismo que genera la imagen. Y qué mejor forma para hablar de este título, publicado por Orjikh Editores. Dirigieron la conversación Fernando Pérez, Ana María Risco y la misma Adriana Valdés dentro del Magíster en Estudios de la Imagen de la Universidad Alberto Hurtado, y dieron pie para que nuevas lecturas brotaran de un escrito que no ha pasado desapercibido.
“Una cierta voz y una cierta mirada, más que los temas que toca, es lo que queda al leer sus textos”, dice Pérez pensando en el trabajo de Adriana Valdés y tocando así un punto que es aquí central. Nos encontramos ante un ensayo, forma literaria que por motivos para mí incomprensibles es sumamente menospreciado en este país. De hecho difícilmente se le considera un género literario, aunque lo sea, y es común observar que se le trata bien como periodismo o como algo meramente académico. Podríamos aventurar muchas definiciones de ensayo y sin pretender competir con Michel de Montaigne en su insuperable concepto de ensayo- error, diría que es sobre todo una escritura de ideas. Es necesario exigirle no sólo contenido sino calidad estética, ritmo, composición y todas las delicias que puede traer consigo la mejor literatura. Aquí el texto de Valdés se encuentra dentro del público lector con un primer reto que deberá sortear con elegancia.
Dos imágenes aparecen como centro de la trama, la ninfa en relación a Warburg y el ángel en relación a Benjamin. La primera le llama la atención a su respectivo pensador porque ilustra de maravilla la irrupción del pasado en el presente. Un pasado que por lo demás, incluso en el mundo mítico grecolatino, se escapa de las leyes que pretenden medir y detener algo que en sí es fluido y metamórfico. Situación muy parecida a lo que fuera del libro Adriana Valdés describe como su experiencia al escribirlo, tratando de “enfocar algo que está en movimiento cuando tú misma te encuentras en terrenos movedizos”. Por eso defiende y considera necesario adoptar un “tono dubitativo”, lo cual la distancia en el acto de la escritura puramente académica. La segunda imagen, la del ángel, obsesiona a Walter Benjamin por considerarla una manera de concebir el pensamiento brillante. “En el libro de los pasajes, Benjamin compara el conocimiento, y al texto con el trueno, que se oye un cierto rato después de verse el fulgor”. Igual a la leyenda del Talmud también citada en el libro donde se cuenta que momento a momento surgen multitudes de ángeles creados por Dios para vivir fugazmente y luego desintegrarse y desaparecer.
        Tomar a dos autores para leer los cruces que puedan surgir entre ellos es en su comienzo el ejercicio de una ficción, el encuentro académico que ellos nunca tuvieron en vida por diferentes motivos tanto físicos como ideológicos. Aquí comienza el libro y se planta en recrear lo que desde una perspectiva fue imposible mas no por ello debe dejar de ocurrir. No se trata de plantear sus respectivas influencias, ni siquiera de ilustrar al uno con el otro, sino de situarlos en paralelo para observar las ideas que de ahí surjan. Justamente sucede esto con las imágenes, quienes “son capaces de generar pensamiento (y no sólo de ilustrarlo a posteriori)”. Y, si se tiene suerte, este pensamiento puede ser un ángel deslumbrante que se disuelve tan rápido como llegó, para luego quizás dar paso al nacimiento de una teoría, y en este caso de un libro. También podrá convertirse en una idea como ninfa que muta constantemente mientras más se la va trabajando. Adquiere su propia vida, ajena a nosotros. Entonces ese pensamiento iluminado se transforma en algo menos perfecto pero que tendrá el mérito de ensayar la permanencia de esa luz fluida.
       Todos sabemos que las imágenes tienen vida propia. Entran a nuestra mirada y si han llegado hondo permanecerán más allá de la mente por tiempo incalculable, por supuesto siempre cambiando de forma. Adriana Valdés, hablando sobre su libro, opina que existen textos que reviven pero la imagen tiene más revitalidad. Hace una distinción, sin embargo, entre un texto literario y uno académico, también necesario pero el cual según su mirada caduca más rápido. Habría que agregar que quizás por ese motivo la literatura pervive mejor en el tiempo, justamente porque trabaja con imágenes que tienen vida propia y por lo mismo generan más pensamientos nuevos.
         Hay que decirlo, este no es un libro que dejará satisfechos a quienes busquen más datos duros sobre la obra de Warburg o Benjamin, y lo digo sobre todo pensando en éste último. Habría que meditar detenidamente si existe una figura más manoseada que Benjamin dentro y fuera de la academia. Se lo usa en cualquier momento y cada vez que se le menciona llueven las pontificaciones. Los fanáticos fundamentalistas de Benjamin están en todas partes y se diferencian profundamente de la sensible amabilidad y deferencia que dicho intelectual tenía con el lector. Tampoco se encontrará aquí una voz con autoridad que llegue a trazar una nueva brecha en la historia de la filosofía o el pensamiento. Lo más atractivo de este libro pareciera ser todo lo contrario: su naturaleza poco pretensiosa, sencilla e inteligente que no se permite caer en la pose erudita. Lo anterior es valioso considerando que la autora tiene el material suficiente como para hacer un estudio puro y duro, sin grietas ni posibles resquicios donde las ideas propias reciban a las que surjan en el camino del lector poblando el momento de ángeles y ninfas.

miércoles, 3 de octubre de 2012

Conversación sobre publicaciones, nuevos modelos editoriales y su contribución en los discursos del arte contemporáneo.


(Publicado en Artishock)



El sábado 29 de septiembre, desde las 13:30 a las 14:30 horas, se reunieron en el Conversatorio Ch.ACO cuatro exponentes de editoriales independientes contemporáneas. Francisca Sánchez junto a Ignacio Gumucio (Chile) representaron al colectivo editorial Vaticanochico. Julián Rodríguez (España) habló sobre su proyecto de galería y editora Casa del Fin y Periférica. Moderó Alejandra Villasmil (Chile) en calidad de editora de Artishock. La conferencia se fue llenando poco a poco, tanto de oyentes como de comentarios y temas a discutir. Hubo que finalizar un tanto abruptamente cuando el tiempo estaba encima, lo cual señala las muchas inquietudes que estos temas están despertando en tiempos donde tanto se gusta hablar del “fin del libro”.
Los cuatro conferencistas son personas creativas además de participar dentro del mundo editorial, todos artistas visuales salvo Julián Rodríguez quien es escritor de ficción y no ficción publicado por Mondadori. Parece importante recordar este punto a la hora de seguir el siguiente breve resumen de la conversación, pues los puntos de vista que emergerán aquí son sin duda de quienes viven el día a día el mundo del arte.

Comenzamos con Vaticanochico, quienes cuentan que nacieron a fines del 2009. Proponen el interesante término “tartamudeo” para hablar de ellos mismos porque se manifiestan de manera facsimilar. Estos facsimilares son cuadernos de artistas, es decir, las herramientas de trabajo que estos utilizan. Muestran algunos ejemplos como un libro que imita el diseño exacto de un cuaderno Torre verde, salvo por la información escrita que en vez de señalar la marca dice “Cuaderno verde, Misha Stroj”. Automáticamente convierten un objeto de uso cotidiano en una pieza interesante a un nivel artístico. Por dentro las páginas contienen pensamientos visuales de una persona que los ha trazado sin la intención previa de publicarlos.
“Nunca hemos pensado en los libros que son “necesarios” para el medio”, suelta Ignacio Gumucio en una constante actitud de bajarle el perfil a la situación. Explica que más bien son documentos que les han llegado, como por ejemplo el de un tío suyo. Continúa diciendo acerca del mercado editorial que “en general el diseño de los libros es la parte de la que uno más se puede avergonzar”. En Vaticanochico se escanea, esa es como ellos dicen la parte ortodoxa. Pero como buenos artistas no encuentran nada más aburrido que repetir eternamente un procedimiento tan plano como el escaneado, así que resolvieron hacer una alianza importante. Francisca Sánchez recuerda que “lo ideal era encontrar alguien que lo hiciera por nosotros”, y ese alguien fue Ocho Libros.
La Editorial Periférica comienza hace seis años en España, proyecto al cual se suma desde hace dos años el nacimiento de la galería Casa del Fin. Julián Rodríguez muestra algunos libros allí publicados, entre ellos Jamás el fuego nunca de Diamela Eltit. El diseño es en comparación conservador, como cualquier libro de buena factura en una librería comercial. Julián cuenta un chiste español que a todos hace reír. “¿Qué se necesita para ser editor? Ser catalán y rico.” Así ejemplifica profundamente lo que hasta hace poco significaba meterse en el campo editorial dentro de su país. Dentro de un panorama por él descrito como burgués y elitista, parecía necesario proponer nuevos caminos de distribución de la lectura. Cuenta que él proviene de otra realidad, por ejemplo sus abuelos siempre trabajaban en el campo, y “publicar significa eso: hacer público”. Piensa en las diferencias dentro de los medios artísticos escritos y los visuales, ambos espacios en los que él se mueve. Observa que “el arte contemporáneo está en un terreno movedizo mucho más difícil de fijar que la literatura”, pues siempre hay problemas al determinar qué es contemporáneo dentro de lo visual. Al día siguiente puede que ya no lo sea.
Para Vaticanochico, explica Ignacio Gumucio, siempre fue importante que sus libros no sean gratuitos como los catálogos. Era claro que deben ser “libros- libros”, pero tampoco caros. Entonces “se desarma como objeto y aparece como herramienta”, piensa Francisca Sánchez, y continúa diciendo que el intento es que sea “un medio para acceder a otra cosa”. Luego se queda en silencio que se rompe con un “vamos a ver si se transforma”.
Alejandra Villasmil compara lo anterior con el trabajo de Editorial Periférica, cuyos libros son más literarios y siempre trabajan con texto. Julián Rodríguez coincide, aunque comenta que algunos van dirigidos al ámbito de la galería y el arte, siendo el texto el soporte del trabajo. “En ese sentido es más tradicional”, reflexiona él mismo. “Todos esos autores son buenos escritores”, y eso alimenta la galería.
Hablando de números son dos mil quinientos ejemplares en la primera edición con lo que está trabajando Periférica, mientras que en Vaticanochico hacen mil doscientos. Con respecto a esto Alejandra Villasmil plantea la pregunta sobre cómo se enfrentan en calidad de independientes al mercado. Julián Rodríguez opina que “el beneficio no es sólo económico”, explicando que “son proyectos intelectuales que devienen comerciales” porque “hay una necesidad de autofinanciación”. Además se preocupan especialmente de la difusión. “En nuestro caso todavía no lo sabemos”, dice Ignacio Gumucio, “es un misterio”. Habla de aportes que han recibido de diferentes fondos. “Es muy difícil que la venta financie los libros, y no es una expectativa que sea sana tener”. Francisca Sánchez cuenta que ahora tienen un Fondart y harán cuatro libros con eso, pero “si en algún momento dejamos de publicar en unos años más yo no me asustaría tampoco”. En su editorial hay un énfasis en las redes porque están publicando a artistas que son amigos, llegan de otros países y surge de ahí un nuevo libro. “La idea es que los amigos que vienen se conviertan en artistas invitados que vendrán de vuelta. Son socios de por vida.”
Volviendo al tema del mercado, Alejandra Villasmil pregunta por lo que sucede en ambos casos a nivel de circulación. Julián Rodríguez habla de lo importante que es reconocer a los artistas fuera del ámbito local. Menciona Argentina, Perú, Chile y Estados Unidos como puntos clave dentro de Periférica, así como los países europeos donde se habla más español como lo es Italia y cayendo en la redundancia, España. En estos lugares hay empresas distribuidoras, por ejemplo en el caso de Chile lo son Hueders y Liberalia. Lo que sí sucede es que las novedades a veces llegan tiempo después. Ignacio Gumucio aclara que para Vaticanochico es Ocho Libros quien se encarga de la distribución y “en el extranjero hay unos pocos intentos a nivel Matute”.
Alejandra Villasmil le pregunta a Julián Rodríguez si ha tenido la oportunidad de visitar librerías ahora que está en Chile, y él responde que no es un experto en la materia. Habla de “librerías literarias” para diferenciarlas de las comerciales y dice que pasarán sin falta por Metales Pesados, Prosa y Política y Prólogo. Para Periférica es necesaria la complicidad del librero lo cual no se da en librerías muy apegadas a la novedad. Luego menciona un dato que por un momento los congela a todos de impresión: “La industria editorial en España es la única que no se sostiene públicamente, sino sólo por los lectores”. 
Desde el público se plantea una inquietud. Para los escritores latinoamericanos hispano hablantes la única perspectiva de entrar al mercado europeo es pasando por una editorial española, y las editoriales en España no se arriesgan con autores que estén fuera del canon. Por ejemplo el libro publicado por Periférica de Diamela Eltit es de una autora por completo canónica. Así que en este sentido seguimos totalmente colonizados. Julián Rodríguez dice que en parte esto es cierto pero por otro lado es falso. Por ejemplo, ahora el mexicano Yuri Herrera es conocido porque ellos lo hicieron famoso. Y Diamela Eltit no es canónica allá. La intención en su editorial es mostrar tres generaciones de latinoamericanos, algunos de ellos jóvenes como el mismo Herrera o el chileno Carlos Labbé. Los españoles son muy conservadores para leer, de Latinoamérica sólo se venden los del Boom. “Me parece mucho mejor la literatura latinoamericana que española”, dice y luego opina que dentro de unos años será Miami quien tome las decisiones editoriales para la parte comercial como ha sucedido con el peruano residente en Estados Unidos Daniel Alarcón. Sin embargo cuenta cómo antes se decía que el mercado hispano parlante iba a desaparecer, y ahora se leen más libros en español que nunca. Las cosas han empezado a cambiar. Hay, se puede decir, un “canon heterodoxo”.
Otra persona del público se presenta como artista visual y les pregunta a Vaticanochico cómo se llega a ellos para publicar. “Esa es la parte más antipática”, suelta Ignacio Gumucio, “pero no me dan ganas de solucionar ese problema”. “Es un problema de validación para los artistas el hecho de hacer libros porque creen que se los pidieron.”
De nuevo uno de los oyentes participa diciendo que Vaticanochico, aunque no tiene una ideología, la tiene porque “es una propuesta”. Pero Ignacio Gumucio discrepa explicando que en realidad “no va mucho más lejos de la fiesta de cumpleaños”. Francisca Sánchez se ríe y dice “voy a ir más lejos de lo que Ignacio está dispuesto a aceptar”. Ella sí encuentra una ideología que descansa en ese “tono desabrigado” además el trabajo que ellos hacen “es una forma de salirse del rol del artista”, lo cual sin duda le parece un buen lugar para estar. Finaliza confesando que además “meterse en la vida de los otros también es muy entretenido”.