viernes, 16 de noviembre de 2012

Polvareda VI


(Publicado en Escáner Cultural)

Piedra. Pensar en el pasado es posible, nombrarlo no. Pese a los esfuerzos no se puede producir ni siquiera frases sueltas. Se dice cómo se escuchaban aun los ruidos de lo que fue en un tremendo bullicio, mas la mirada no localiza el verdadero lugar de donde provienen los sonidos. Las pisadas en el barro siguen ahí, calientes. Persiguiéndolas se llega al propio desvanecimiento. Lo único que se tiene son los restos desperdigados. Tan terriblemente inmutables. Laten con fuerza bajo la suave capa vegetal. Reposan, pero en vigilia. Piedra. Por algún motivo de peso se eligió ese material. Siguen estando ahí para recordarnos de nosotros mismos. Algunas demasiado enterradas. Otras bajo luces artificiales, mostradores de vidrio antirreflejante y en el mejor de los casos climatizadores. La piedra es lo que nos define, decían. Pero no la conocemos. Lo único que sabemos son historias contadas por otros.
Y qué tenemos mas que tratar de explicarnos mejor. Habían dibujos que penetraban las piedras haciéndolas parecer blandas. Habían pinturas en las paredes. Algunas enormes, con celestes fondos que brillaban, pinturas de hombres adornándose las cabezas y conversando entre ellos siempre de perfil, pinturas de plácidas rutinas cotidianas, de torsos desnudos, luchas hasta la muerte y animales entremezclados con lo humano. Las mujeres se veían anchas y en reposo. Los hombres, sensuales y llenos de vida. Habían extensos tejidos de diálogos abstractos, utensilios de cerámica con seres reales e imaginarios, también pintados. Había, por último, muchos huesos. Algunos desintegrándose a solas. Otros bajo la piedra. Los más  en acumulaciones equivalentes a cientos de cuerpos. Masas de costillas, dientes, caderas y pedazos amarillos indefinibles. Algunos perfectamente alineados, como un durmiente que se fue para ir a soñar y jamás volvió, mezclados con metales brillantes y joyas color de río. Pero ya nadie era capaz de leer la piedra ni la pintura ni el textil ni la tierra moldeada. Estaban modificados y no había marcha atrás. Lo único que quedaba era entrar a formar parte de aquellas historias que otros contaron, ser capaces de vivir y dejarse encarnar por el relato hasta que sus transformaciones fueran sutiles pero fieles al pensamiento de cada uno.
Por supuesto sucedió que hicieron de ese pasado un espacio de utopía, como imaginando el tranquilo dormitar en el vientre materno. De qué otra forma concebir lo que se vivió en el comienzo de los comienzos, lo que no podrá volver a experimentarse por más regresiones inventadas. En el inicio se tiene sólo eso y la piedra. Respectivamente representando la fantasía y otro la realidad física de todos. La diferencia está en que lo primero es proclive a la descomposición e hijo de las metamorfosis más inagotables. La piedra, por otro lado, es estacionaria, fija e inmutable. Casi inmortal.   
Seguiremos viajando tiempo atrás, en las lineas de generaciones y ancestros de los señores a quienes hemos observado de cerca. Su hambre de poder era vieja, alimentada con los años, pareciera que cada vez más insaciable. No es fácil explicársela pero algo nos dicen los rastros, esos textos antiguos que van quedando, algunas inscripciones perdidas. Los señores que más tarde adquirieron el poder descomunal eran primero tres brujos perdidos en la selva, probando las lianas y los hongos escondidos bajo el musgo, la baba de ranas amarillas y cierto tipo de arañas nocturnas. Veían en todo esto puertas a lugares desconocidos y, aunque no querían nombrarlas, comenzaron a utilizarlas ardientemente. En esos estados febriles abrieron zurcos entre las selvas y aparecieron caminos duros, de tierra mezclada con piedras molidas donde difícilmente crecerían las plantas. Y esos caminos no llevaban a ningún lugar en especial todavía, pero al terminarlos miraron en ellos las señales de un progreso.
Cuando las tribus pasaban por algún camino quedaban pasmados ante tanta planicie desierta, sólo por un momento, pues se dice que la gente de la selva está acostumbrada a tener visiones desconocidas. Pero justo cuando se decidían a seguir adelante escuchaban ladridos de coyotes y rugidos de felinos furiosos, así que corrían con toda su alma, para luego llegar a sus casas y compartir siempre las mismas historias. Pronto sospecharon de los brujos, y tenían toda la razón. Eran ellos quienes se escondían detrás de los árboles, al borde de sus creaciones peatonales e imitaban los gritos de animales salvajes para espantar y pasar un buen rato saboreando la superioridad. Tienen que ser ellos, decían entre las tribus, sin mucha certeza. Luego se iban a sus camas y olvidaban la humillación para continuar con sus vidas.
           Por su parte los tres brujos adoraban unas estatuas de piedra todos los días. Eran dos muchachos jóvenes esculpidos con suavidad, como si fuera barro ese material duro y la tierra se transformara en sustancia inpenetrable por arte de ciencia mágica. Cada noche los brujos les llevaban sangre de pájaros y venados, derramándola frente a esos dioses. Pensaban que gracias a ellos tenían el poder de la naturaleza y la dominación sobre los otros hombres. Cargando con un sentido de deuda no pagada, se pinchaban sus propios brazos y orejas para ofrendar sangre propia, y así veían cómo una sutil línea aparecía en la cara de esos ídolos a modo de sonrisa satisfecha.
        Un día, estando cerca de los caminos construidos, se cruzaron con uno de las tribus que iba desnudo, cargando con un montón de leña. Lo vieron así, el sudor corría por todo su cuerpo acariciando los músculos que temblaban en el esfuerzo. El pelo en la cara lo cegaba, pero ese hombre conocía tan bien su trayecto aun fuera del camino artificial que avanzaba sin ninguna dificultad. Sintieron que era su deber llevar sangre más preciada a los dioses y mejor que asustarlo con los gritos salieron a su encuentro y lo mataron ahí mismo, para luego desangrarlo frente a la piedra. Ese fue el primero de muchos secuestros. Y no abandonaron su propio mito de seres que a su vez eran animales, pues cada vez que se iban con un cuerpo dejaban tras de sí huellas de felino y coyote.
       Los hombres de las tribus comenzaron preguntarse por la causa de tantos desaparecidos. Analizaron el suelo alrededor de los caminos y vieron con sorpresa las huellas de animales. No son los brujos, se decían, pero esto no puede ser. Rastrearon esas huellas y no pudieron mas que perderse, pues estas seguían líneas contradictorias que los hacían dar vueltas sobre sí mismos dentro de los espacios impenetrables de la selva hasta perderse y ser capturados. Así sucedía: de pronto se encontraban en medio de una neblina muy densa. Dicen que entonces se formaba una lluvia negra, todo alrededor se hacía lodo y ya no veían nada hasta que les llegaba la muerte.
         Fue en esos días cuando algunas mujeres y hombres de la tribus tubieron visiones extrañas cuando iban al río. Contaban que al llegar veían las figuras de unos muchachos bellísimos que se bañaban entre risas. Su piel era gris y brillante. Muchos trataban de acercarse pero estos seres, al notar que eran vistos, desaparecían entre las aguas como si hubiesen sido producto de la imaginación. Por un tiempo quienes los vieron no decían nada, pero cuando alguien comentó algo sobre dos jóvenes en el río todos tenían una historia que contar al respecto, y así notaron cómo estos relatos se ensamblaban en uno sólo que era el siguiente. Habían presencias sobrenaturales en las aguas, y estas eran de seguro quienes ayudaban a los brujos en sus planes de aniquilamiento injustificado. Confiando en su intuición dieron paso a idear un plan.
           ¿Cómo podemos asegurarnos si son dioses o no, y en este caso adorarlos también para que no nos hagan más daño los brujos?, se preguntaron. Y fue así como a uno se le ocurrió tentarlos, mandando a sus hijas más hermosas a nadar desnudas en el río. Fueron a buscar a tres de ellas. Les dijeron deben ir a bañarse en la orilla completamente desnudas hasta que vean a dos muchachos con piel como de piedra. Si ellos las llaman, acérquense. Si quieren tocarlas, permitan que lo hagan. Deben entregarse a todo lo que ellos deseen, de lo contrario nosotros mismos las mataremos. Luego vuelvan con las pruebas de la existencia de estos seres.
         Las jóvenes fueron hacia el río y obedecieron a las órdenes de sus padres por más miedo que tenían. Pero ellos olvidaron enseñarles a mentir porque en cuanto los dioses vieron esos cuerpos provocadores preguntaron qué hacen aquí. Nuestros padres nos enviaron, respondían ellas, a buscar pruebas de su existencia y llevárselas de vuelta. Los dioses les pidieron que esperaran ahí. En el vuelo del aire llegaron hasta las profundidades de la selva donde estaban los tres brujos. Ustedes que conocen tan bien el arte de la pintura, hagan tres mantas en con las que podamos dar una lección a los señores que quieren pruebas de nuestra sagrada existencia, les dijeron. En unos pocos segundos volvieron con las pinturas hasta las jóvenes. No se las pongan ustedes, son sólo para sus padres.
        Llegaron las mujeres y en sus cuerpos no había arañazos ni moretones ni sangre. Nada que evidenciara una violación, cosa que los padres esperaban ansiosos. En cambio traían un paquete con las mantas, y al desplegarlo los señores vieron maravillados cómo en una había un felino gigante, erizado, mostrando todas sus garras. En otra un águila con las alas estiradas, como bajando a tierra a punto de cazar a su presa. En la última sólo pudieron distinguir unos puntitos color ocre. Se pusieron cada uno las mantas y andaban pavoneándose frente a todo el pueblo cuando de la última pintura se desprendieron avispas que perforaron el cuerpo debajo. Así sucedió con el águila también, la cual se encargó de arrancárle los ojos al hombre y abrirle el pecho a picotazos. El tercer señor soltó su manta y trató de huir pero era demasiado tarde. El felino estaba desprendiéndose de la tela y ya se ecuchaban sus rugidos. Corrió hasta él, se lanzó encima y lo mató lentamente. Como un gato que juega con el cuerpo de un ave.
           Desde entonces nadie tuvo duda. Las representaciones de la naturaleza o de seres míticos laten por debajo. Es algo que se escapa incluso a quienes las construyen. Pueden percibirlo, mas no nombrarlo y menos controlarlo. Muchos dicen que esto sucedió desde ese entonces, cuando los brujos pintaron las mantas bajo la orden y vigilancia de los dos gemelos dioses. Otros sostienen que el poder viene de muy atrás. Continuemos nuestro camino hacia el pasado para averiguar este y otros asuntos.

lunes, 29 de octubre de 2012

Animalia: Alter ego


Estaba en mi cama leyendo antes de dormir, lo cual nunca hago porque no alcanzo a avanzar mucho  cuando caigo en el sueño más profundo, cosa que sucede segundos después de haber puesto mi cabeza en la almohada. Pero esa noche tenía entre manos El zorro de arriba y el zorro de abajo, un libro de José María Arguedas quien logra conmoverme por la profunda comunión que tiene con la naturaleza y en especial con los animales. La miré. Ella estaba a mis pies, durmiendo. Sonreía y su cara era la dulzura misma. Comenzó a hacer ruidos ínfimos y a sacudir sus extremidades, entonces supe que estaba soñando. No tenía idea que ellos tienen sueños, en todo este tiempo compartido jamás sucedió algo similar a lo que estaba ocurriendo en ese instante, una señal de vida más allá de la consciencia. O quizás no me había fijado lo suficiente.
Como si adivinara mis reflexiones tan concentradas en ella, cual sustancias inmateriales apuntando su cuerpo redondo, despertó. Me vio y sostuvo la mirada en mis ojos. Me senté. Se sentó. Ladeé la cabeza. Ladeó la cabeza. Como en un espejo imperceptibles segundos atrasado, pude verme en ella. ¿Eres mi alter ego?, le pregunté. ¿Miau?, fue su inmediata respuesta.
Nos conocimos hace siete años. Yo me encontraba en ese momento sin mascota y quería tener un animal, siempre he sentido por ellos un amor incontrolable que me impulsa a abrazar perros en la calle o a conversar en voz alta con pájaros y gatos. Como en ese entonces había entrado a la universidad no estaba mucho tiempo en mi casa, así que la opción del perro quedó descartada porque ellos se deprimen sin su amo, muchos hasta la muerte. Esa clase depresiones no se cura con nuestros medicamentos psiquiátricos, la comida o el ejercicio físico. Por eso los perros en la calle tienen esa mirada de tristeza enloquecida que me hace estallar dolorosamente el corazón, mirada que se va aclarando si encuentran alguien que los quiera y se deje querer, pero que siempre queda impresa en un andar que evidencia sus viajes por el infierno.
Nunca había tenido un gato verdaderamente cercano, salvo un par de ellos que alguna vez habitaron la casa de mis padres o mejor dicho el jardín pues tenían prohibido entrar. Sin embargo supe que debía ser alguien de esta especie. Al margen de la intuición, cualidad animal que hemos conservado a lo largo de nuestra historia humana y debe ser ejercitada como el cerebro o cualquier músculo del cuerpo, los motivos conscientes fueron prácticos. Limpieza, rápido aprendizaje, admirable capacidad de independencia.
Cuando se mete algo en mi cabeza no hay nada ni nadie que pueda detenerme. Creo haber leído en algún lugar sobre los gatos siameses, me parecieron mágicos así que comencé a hacer averiguaciones para encontrar una camada donde me estaría esperando ella. Siempre quise que fuera hembra, esto sin ningún motivo en absoluto, simplemente no me planteé otra posibilidad. Ahora me pregunto si esa decisión no vendría de la misma intuitiva necesidad para encontrarme con mi otra yo, en el sentido más animal del término y menos psicoanalítico, esotérico o literario posible. Por fin me llamaron de una tienda de mascotas a la que había estado acosando. Les llegaría una camada de gatitos recién destetados, de tres meses. No eran raza siamés, eso sí, al menos no pura. La madre tenía sangre intachable, pero el padre hasta ahora les era desconocido. Tal cual, me encontraba en México apunto de adoptar una gata hija de la chingada, al mejor estilo de Octavio Paz en El laberinto de la soledad. Están bonitos, me dijo el vendedor tratando de convencerme, sin saber que mi decisión estaba tomada y poco me iba a importar cualquier desviación racial de mis planes.
Fui por ella. Estaba con sus hermanitos en una vitrina con incómodo suelo de reja, y se le veía asustada. Me la dieron, la miré. Todo en ella parecía una pequeña siamés. Sus ojos azules y bizcos, su cuerpo casi enteramente blanco con gris en las orejas y la cola rallada. Me llenó su belleza. Le vi el vientre rosa y tenía una cicatriz reciente, demasiado grande para su pequeñísimo cuerpo. Está operada, se adelantó el vendedor. Entonces nunca podrá tener gatitos, pensé con un dejo de tristeza misma que ahora ha mutado en agradecimiento porque definitivamente ya no hacen falta más animales domésticos infelices, perdidos y abandonados. Por más que estos sean gatos más capaces de vivir en soledad que los perros.
Los animales domésticos han recibido el mismo sufrimiento que una vaca en un matadero, o los pájaros y peces en jaulas, aunque el formato cambie. Habría que operarlos a todos, perros y gatos, durante algunas generaciones mientras se les encuentra hogar. Luego, bajo medidas de control dignas de ellos, dar paso una vez más a los designios de la naturaleza. Así nos haríamos cargo del abandono, única causa de tanto animal callejero. Es lo menos que podríamos hacer por quienes hemos condenado como especie a tanta miseria, pero habría que vérselas con el demonio que en este caso viene a estar fielmente representado por todos los criadores. Ganan millones y millones obligando a hembras a parir sin descanso para luego arrebatarles a los cachorros y venderlos por precios ridículos a gente de la que no tienen la más remota idea. Ellos son el verdadero enemigo. Pero me he desviado del tema.
Le costó acostumbrarse a su nueva vida doméstica. Poco a poco notó que yo no le haría daño, así que se quedaba tranquila conmigo e incluso dormía acurrucada sobre mis piernas. Pero cada vez que entraba otra persona se escondía para no salir más. Luego, mientras fueron pasando las semanas, tomó más confianza a la gente de la casa. Con todo, su natural rechazo a los desconocidos no ha cambiado hasta hoy, mezcla de timidez con verdadero miedo. Tiene preferencias, a veces se acerca a alguien luego de unos minutos desaparecida y otras no lo hace jamás. Es cosa de tiempo, pero el impulso inicial a huir al escondite más cercano es total y constante salvo conmigo. Estoy convencida que esto le viene de un trauma en la infancia. Me bastó conocerla de cachorra para notarlo. ¿Y qué no todos los seres de cualquier especie llevamos impreso hasta el día de nuestra muerte esos primeros momentos que la vida nos arrastra para encontrarnos, antes incluso de ver la luz? ¿No hemos absorbido todos los sentimientos de nuestra madre y cada situación que transcurría tras la pared del útero? Sí, nos llevaremos nuestro inicio hasta el final, como la vieja serpiente que se muerde la cola.
Por motivos de búsqueda personal viajé a Santiago de Chile para vivir. Ella vino conmigo. Trámites con el veterinario, quien la revisó y luego aseguró que estaba en perfecta salud, que ya no crecería más, que sería por siempre pequeña y lo más probable, gordita. Habrá que darle comida de dieta llegado su momento porque hormonalmente va para la obesidad. Largo trayecto de ocho horas en avión, hipotéticamente suavizado con una pastilla que se supone la debía dopar pero sólo entró en parte. Disfracé el medicamento dentro de un pedazo de salchicha que estaba a la mitad cuando la recuperé en su jaula, con las pupilas más dilatadas que Jim Morrison.
Una vez en Santiago hemos vivido en siete lugares diferentes, y eso que sólo llevamos siete años. No analizaré las posibles implicancias de dicha coincidencia, las dejo al libre albedrío de la imaginación lectora. Diré que algunos cambios han sido conscientes y otros inevitables, lo cierto es que más de la mitad de mi vida la he pasado en mudanzas, tanto de país como de casa, y tal vez esa costumbre la llevo en las circunstancias que se me cruzan. Me gusta viajar pero también deseo tener mi nido. Ella lleva esa vida viajera porque está conmigo.
Cada vez que llegamos a un lugar nuevo ella me agradece, con gestos cariñosos y su lenguaje hablado que aunque no utilice mis palabras castellanas ya comprendo. Se siente honrada porque no me separo de ella pase lo que pase, porque todos los momentos difíciles o placenteros los pasamos juntas, porque un nuevo territorio contiene un viejo amigo y las sorpresas nos alcanzan a las dos. Soñamos y trabajamos juntas, respetando nuestras respectivas responsabilidades y espacios. Me llama la atención estos arranques de amor incontrolable cuando nos instalamos en un nuevo lugar. Los gatos en su naturaleza no gozan con los viajes, al contrario, se estresan y asustan, tardan en encontrar esa curiosidad tan característica en ellos, quizás porque sus sentidos los alertan de otras formas. He leído que, entre otros sentidos que no comparten con nosotros, son capaces de percibir los espacios más allá de suelos, paredes y techos. Todo ello conlleva una responsabilidad especial. Es como si viéramos más allá de lo que nuestros limitados ojos humanos nos permiten. Seríamos más precavidos, quizás. O más humildes.
La jaula fue abandonada por una manta donde la arropo cual un recién nacido, un capullo, una oruga o un tamal. Al contrario de lo que sucede con la jaula no llora cuando la traslado así, se queda tranquila, inmovilizada entre mis brazos.
Ella tiene la facultad de la metamorfosis. A veces es mapache, otras lechuza, oso de peluche, humano, paloma y tigre. Se llama Mim por Madame Mim, esa bruja rival del mago Merlín que era muy mala, chistosa y morada. Siempre he amado a Madame Mim y también le he admirado con un tanto de envidia, pues mi profesión frustrada es la de bruja. No lo fui porque no había encontrado a mi maestra, y esa profesión no se aprende en los libros. Ahora me doy cuenta que tengo mi tutora, frente a mí, todos los días. No por nada los antiguos aseguraron que las brujas se disfrazan de gatos. La vida está llena de magia y no es que esta sea algo sobrenatural sino todo lo contrario, está en la naturaleza. 

sábado, 27 de octubre de 2012

Polvareda V


(Publicado en Escáner Cultural)


Esos señores que se perdieron en el mar para nunca volver tenían su propia historia. Resulta que ya habían alcanzado el poderío de toda la zona tiempo atrás, y las tribus les tenían un rencor espantoso. Se les veía en sus gestos, cuando iban a besarles los pies y no podían evitar mirarlos a la cara, cosa que era absolutamente prohibida. Clavaban un instante sus ojos en los de aquellos amos y luego volvían a deshacerse en servilismos, borrando lo recién hecho. Y pudo haber pasado inadvertido ese odio pero era tan intenso y se prolongó tanto en el tiempo que los señores empezaron a sospechar. Cómo es posible que no nos teman, que no nos levanten por encima del cielo, que no nos agradezcan día a día la salida del sol. Esto se preguntaban y por dentro el gusano del orgullo les corroía el estómago. Ellos llegaron hasta ahí por voluntad, luego de ganarse el territorio a punta de guerras. Quedó muy claro quién era el vencedor y quién el vencido así que no podían tolerar esa innombrable molestia que les llegaba hasta los corazones. Esperaron que el momento fuera oportuno, que alguien de las tribus dejara escapar una palabra de más o una evidencia donde la falta de respeto saltara a la vista. Pero los otros eran precavidos. Y así continuó pasando el tiempo.
Estaban los dueños y señores de las tierras con sus mujeres. Gozaban haciendo que ellas les adornaran el pecho, los peinaran en moños altísimos y les dibujaran el vientre gordo haciéndoles cosquillas. Cuando uno nuevo nacía mandaban a las madres a buscar maderas a la selva para luego tallarlas en tablas muy rectas, las cuales eran amarradas al cráneo del recién nacido haciendo presión por adelante y por atrás. Al principio el niño lloraba desconsolado pero luego la fuerza de la costumbre era más fuerte y aprendían a caminar lento para no caerse con el excesivo peso que llevaban arriba. Valía la pena porque con el tiempo les crecía la cabeza en punta, se les deformaba el cráneo haciéndolos parecer más inteligentes. Era un signo de distinción máxima que todos comentaban admirados. Mira su frente tan amplia, decían. Seguro debe ser descendiente de esos que alguna vez bajaron del cielo para hacernos los que somos. Estuvieron aquí y eran más altos, más bellos y luminosos que cualquiera, con la cabeza más puntiaguda que todos los hijos de nobles. Tenían una inteligencia suprema. Lo podían ver todo, tanto lo que ocurre a sus espaldas como bajo el mar y a la vuelta de la galaxia. Ellos viajaban en el espacio y llegaron hasta nuestro lugar para enseñarnos cosas que hemos olvidado.
A las personas les hacía bien contar historias donde su descendencia llegaba hasta cuestiones trascendentes que ellos mismos no alcanzaban a entender. Se congregaban para adorar dioses que nunca habían visto pero que sentían en su interior. Algunos se sabían parte de ellos mientras que otros se esmeraban en alcanzar las estrellas. Quizás por eso no podían soportar que existieran hombres gordos dueños de todas las tierras haciéndose pasar por divinidades. Qué tenían esos que no tuvieran ellos. Además de las enormes panzas eran iguales. De piel morena, pelo negro muy liso, manos hábiles con uñas rosadas, ojos que en su oscuridad tendían siempre a mirar al cielo nocturno. Todo en su cuerpo les hacía hermanos, pero en sus conocimientos los alejaba. Pues aquellos señores tuvieron la posibilidad de ser educados y se sabían todas las técnicas, danzas y canciones. Sin embargo en habilidades físicas las tribus los superaban porque ellos sobrevivían por sí mismos enfrentándose desnudos noche y día a la selva sin ayuda de sirvientes. Se sonrieron. Entonces comenzó a construirse el plan para matar a quienes los gobernaban.
Alguien fue y les dijo todo a los señores, por supuesto nunca se supo quién. Pero de qué otro modo explicarse lo que sucedió. Iban en camino, como bestias sigilosas, a armar la emboscada, cuando abruptamente se quedaron dormidos. Entonces los señores llegaron hasta ellos. Les arrancaron las cejas, las barbas, les quitaron sus collares, pulseras, plumas y brazaletes. Los dejaron desnudos y heridos. Cuando despertaron estaban solos y ya amanecía. Les dolía la cara. Volvieron a sus casas como perros con el rabo entre las patas y mientras tanto en sus palacios los señores reían mientras trabajaban en su próximo proyecto. Eran unos muñecos tamaño humano hechos con paja, papel, madera y ramas. Los pintaron y moldearon hasta que parecieron reales. Eran como cadáveres que en cualquier momento cobrarían de vuelta la vida. Luego les pusieron las barbas, cejas y todas las pequeñas joyas que esos sirvientes habían recolectado a través de sus herencias. Construyeron en torno suyo una cerca con púas gigantes y ahí los ensartaron.
Lo que sucedió después es algo que jamás pudieron olvidar, y se cuenta generación tras generación cada vez con más lujo de detalle. Rezaban para que su dios les ayudara a aplastar a quienes se les habían revelado y así fue como desde el mar lejano les llegó poco a poco un sonido zumbante, incrementando su volumen mientras pasaban más minutos. Creyeron que tal vez el océano se saldría de su cama como en tiempos pasados pero no fue así. El cielo se cubrió de una densa nube oscura que sin embargo se movía en un ritmo diferente al viento. Llegó la nube hasta ellos y pudieron ver que estaba hecha de incontables insectos voladores, negros y amarillos, a quienes después llamaron abejas. Iban directo a las flores y luego volvían a juntarse para adoptar la forma de todos los pétalos que tocaron. Una mujer levantó las manos y fueron hasta ella, cubriéndola entera. Después emprendieron vuelo y en lo alto imitaron la figura de esta mujer a la que hicieron danzar entre las nubes que parecían mirar incrédulas este prodigio. Luego bajaron hasta uno de los recién nacidos trazando círculos en torno a él y rozándolo con sus alas haciéndolo reír. Uno de los señores, el más interesado en la batalla que ya impregnaba el aire, abrió unas calabazas y las levantó para que las abejas llegaran hasta ellas. Una vez los insectos estuvieron dentro las cerró y selló. Por unas horas se escuchó el grito de las abejas hasta que se cansaron y todo quedó en silencio.
Cuando oscurecía los señores disfrutaban de un banquete en la punta del cerro sagrado. Las mujeres y niñas los acicalaban poniendo frutas en sus bocas hasta que estos ya no podían más. Así se fueron las horas hasta que escucharon pasos acercarse. Eran ya no los guerreros más destacados sino las tribus enteras viniendo por ellos, tantos que les fue imposible ocultarse entre toda la vegetación al paso. Pero no les importó porque allá en el palacio de los señores se veían algunos guerreros listos para la pelea, y eran tan pocos en comparación que llegó a darles risa. Poco sabían de lo que estaban mirando, sólo muñecos sin vida, y así continuaron su camino más airados que nunca.
Llegaron hasta la selva calabazas que se estrellaban en el suelo dejando salir miles de abejas enfurecidas. Los insectos volaban directamente a las tribus y les pinchaban los ojos primero, atacándolos después por todo el cuerpo. Caían muertas en cuanto usaban su aguijón pero en seguida venían más y la cosa no parecían terminar nunca. Los señores bajaron lentamente del cerro con sus mujeres, y ambos mataron a sus contrincantes a palos. Fue tan fácil la tarea de enfrentarse a seres que ya estaban ciegos y adoloridos. Muchos otros de las tribus corrieron hasta sus casas para nunca volver. Algunos habían tomado calabazas que no se estrellaron en el impacto con la intención de examinarlas desde la tranquilidad de su hogar, pero fueron invadidos por ataques de veneno para ellos mortal. Sus cuerpos aun no estaban acostumbrados al aguijón de las abejas. Vieron morir a sus hijos, mujeres, vecinos, miraron cómo desaparecían pueblos enteros. Y desde su palacio los señores decían a sus hijos ahora sí estamos listos para irnos pues nuestro tiempo ha llegado y ya puede escucharse cómo nos llama el señor de los venados. Entonces desaparecieron en el mar.
Solamente dos abejas sobrevivieron esa primera guerra, muy jóvenes aun como para usar su aguijón. Se fueron volando lejos de los hombres a quienes ahora temían porque las encerraron para utilizarlas como armas gracias a lo cual todos sus pares habían muerto. Dicen que por un tiempo, mientras sus cuerpos crecieron entre las flores, planeaban qué hacer para cambiar el rumbo de aquellos seres confundidos. Permitieron que su propia tristeza mutara en néctar y éste en miel. Entonces se dijeron hemos cumplido nuestra tarea. 

miércoles, 17 de octubre de 2012

De ángeles y ninfas: Una defensa del ensayo


El pasado martes 2 de octubre se hizo una conversación en torno al último libro de Adriana Valdés. Con un título sugerente, De ángeles y ninfas, y un subtítulo que puede atraer a algunos y asustar a otros tantos, Conjeturas sobre la imagen en Warburg y Benjamin, esta publicación nos convoca especialmente a todos los que leemos o escribimos sobre imágenes. Pero sobre todo invita a pensarlas, y es aquí donde se convierte en algo más amplio. Este texto no es en defensa de dos autores en particular, sino en defensa del pensamiento mismo que genera la imagen. Y qué mejor forma para hablar de este título, publicado por Orjikh Editores. Dirigieron la conversación Fernando Pérez, Ana María Risco y la misma Adriana Valdés dentro del Magíster en Estudios de la Imagen de la Universidad Alberto Hurtado, y dieron pie para que nuevas lecturas brotaran de un escrito que no ha pasado desapercibido.
“Una cierta voz y una cierta mirada, más que los temas que toca, es lo que queda al leer sus textos”, dice Pérez pensando en el trabajo de Adriana Valdés y tocando así un punto que es aquí central. Nos encontramos ante un ensayo, forma literaria que por motivos para mí incomprensibles es sumamente menospreciado en este país. De hecho difícilmente se le considera un género literario, aunque lo sea, y es común observar que se le trata bien como periodismo o como algo meramente académico. Podríamos aventurar muchas definiciones de ensayo y sin pretender competir con Michel de Montaigne en su insuperable concepto de ensayo- error, diría que es sobre todo una escritura de ideas. Es necesario exigirle no sólo contenido sino calidad estética, ritmo, composición y todas las delicias que puede traer consigo la mejor literatura. Aquí el texto de Valdés se encuentra dentro del público lector con un primer reto que deberá sortear con elegancia.
Dos imágenes aparecen como centro de la trama, la ninfa en relación a Warburg y el ángel en relación a Benjamin. La primera le llama la atención a su respectivo pensador porque ilustra de maravilla la irrupción del pasado en el presente. Un pasado que por lo demás, incluso en el mundo mítico grecolatino, se escapa de las leyes que pretenden medir y detener algo que en sí es fluido y metamórfico. Situación muy parecida a lo que fuera del libro Adriana Valdés describe como su experiencia al escribirlo, tratando de “enfocar algo que está en movimiento cuando tú misma te encuentras en terrenos movedizos”. Por eso defiende y considera necesario adoptar un “tono dubitativo”, lo cual la distancia en el acto de la escritura puramente académica. La segunda imagen, la del ángel, obsesiona a Walter Benjamin por considerarla una manera de concebir el pensamiento brillante. “En el libro de los pasajes, Benjamin compara el conocimiento, y al texto con el trueno, que se oye un cierto rato después de verse el fulgor”. Igual a la leyenda del Talmud también citada en el libro donde se cuenta que momento a momento surgen multitudes de ángeles creados por Dios para vivir fugazmente y luego desintegrarse y desaparecer.
        Tomar a dos autores para leer los cruces que puedan surgir entre ellos es en su comienzo el ejercicio de una ficción, el encuentro académico que ellos nunca tuvieron en vida por diferentes motivos tanto físicos como ideológicos. Aquí comienza el libro y se planta en recrear lo que desde una perspectiva fue imposible mas no por ello debe dejar de ocurrir. No se trata de plantear sus respectivas influencias, ni siquiera de ilustrar al uno con el otro, sino de situarlos en paralelo para observar las ideas que de ahí surjan. Justamente sucede esto con las imágenes, quienes “son capaces de generar pensamiento (y no sólo de ilustrarlo a posteriori)”. Y, si se tiene suerte, este pensamiento puede ser un ángel deslumbrante que se disuelve tan rápido como llegó, para luego quizás dar paso al nacimiento de una teoría, y en este caso de un libro. También podrá convertirse en una idea como ninfa que muta constantemente mientras más se la va trabajando. Adquiere su propia vida, ajena a nosotros. Entonces ese pensamiento iluminado se transforma en algo menos perfecto pero que tendrá el mérito de ensayar la permanencia de esa luz fluida.
       Todos sabemos que las imágenes tienen vida propia. Entran a nuestra mirada y si han llegado hondo permanecerán más allá de la mente por tiempo incalculable, por supuesto siempre cambiando de forma. Adriana Valdés, hablando sobre su libro, opina que existen textos que reviven pero la imagen tiene más revitalidad. Hace una distinción, sin embargo, entre un texto literario y uno académico, también necesario pero el cual según su mirada caduca más rápido. Habría que agregar que quizás por ese motivo la literatura pervive mejor en el tiempo, justamente porque trabaja con imágenes que tienen vida propia y por lo mismo generan más pensamientos nuevos.
         Hay que decirlo, este no es un libro que dejará satisfechos a quienes busquen más datos duros sobre la obra de Warburg o Benjamin, y lo digo sobre todo pensando en éste último. Habría que meditar detenidamente si existe una figura más manoseada que Benjamin dentro y fuera de la academia. Se lo usa en cualquier momento y cada vez que se le menciona llueven las pontificaciones. Los fanáticos fundamentalistas de Benjamin están en todas partes y se diferencian profundamente de la sensible amabilidad y deferencia que dicho intelectual tenía con el lector. Tampoco se encontrará aquí una voz con autoridad que llegue a trazar una nueva brecha en la historia de la filosofía o el pensamiento. Lo más atractivo de este libro pareciera ser todo lo contrario: su naturaleza poco pretensiosa, sencilla e inteligente que no se permite caer en la pose erudita. Lo anterior es valioso considerando que la autora tiene el material suficiente como para hacer un estudio puro y duro, sin grietas ni posibles resquicios donde las ideas propias reciban a las que surjan en el camino del lector poblando el momento de ángeles y ninfas.

miércoles, 3 de octubre de 2012

Conversación sobre publicaciones, nuevos modelos editoriales y su contribución en los discursos del arte contemporáneo.


(Publicado en Artishock)



El sábado 29 de septiembre, desde las 13:30 a las 14:30 horas, se reunieron en el Conversatorio Ch.ACO cuatro exponentes de editoriales independientes contemporáneas. Francisca Sánchez junto a Ignacio Gumucio (Chile) representaron al colectivo editorial Vaticanochico. Julián Rodríguez (España) habló sobre su proyecto de galería y editora Casa del Fin y Periférica. Moderó Alejandra Villasmil (Chile) en calidad de editora de Artishock. La conferencia se fue llenando poco a poco, tanto de oyentes como de comentarios y temas a discutir. Hubo que finalizar un tanto abruptamente cuando el tiempo estaba encima, lo cual señala las muchas inquietudes que estos temas están despertando en tiempos donde tanto se gusta hablar del “fin del libro”.
Los cuatro conferencistas son personas creativas además de participar dentro del mundo editorial, todos artistas visuales salvo Julián Rodríguez quien es escritor de ficción y no ficción publicado por Mondadori. Parece importante recordar este punto a la hora de seguir el siguiente breve resumen de la conversación, pues los puntos de vista que emergerán aquí son sin duda de quienes viven el día a día el mundo del arte.

Comenzamos con Vaticanochico, quienes cuentan que nacieron a fines del 2009. Proponen el interesante término “tartamudeo” para hablar de ellos mismos porque se manifiestan de manera facsimilar. Estos facsimilares son cuadernos de artistas, es decir, las herramientas de trabajo que estos utilizan. Muestran algunos ejemplos como un libro que imita el diseño exacto de un cuaderno Torre verde, salvo por la información escrita que en vez de señalar la marca dice “Cuaderno verde, Misha Stroj”. Automáticamente convierten un objeto de uso cotidiano en una pieza interesante a un nivel artístico. Por dentro las páginas contienen pensamientos visuales de una persona que los ha trazado sin la intención previa de publicarlos.
“Nunca hemos pensado en los libros que son “necesarios” para el medio”, suelta Ignacio Gumucio en una constante actitud de bajarle el perfil a la situación. Explica que más bien son documentos que les han llegado, como por ejemplo el de un tío suyo. Continúa diciendo acerca del mercado editorial que “en general el diseño de los libros es la parte de la que uno más se puede avergonzar”. En Vaticanochico se escanea, esa es como ellos dicen la parte ortodoxa. Pero como buenos artistas no encuentran nada más aburrido que repetir eternamente un procedimiento tan plano como el escaneado, así que resolvieron hacer una alianza importante. Francisca Sánchez recuerda que “lo ideal era encontrar alguien que lo hiciera por nosotros”, y ese alguien fue Ocho Libros.
La Editorial Periférica comienza hace seis años en España, proyecto al cual se suma desde hace dos años el nacimiento de la galería Casa del Fin. Julián Rodríguez muestra algunos libros allí publicados, entre ellos Jamás el fuego nunca de Diamela Eltit. El diseño es en comparación conservador, como cualquier libro de buena factura en una librería comercial. Julián cuenta un chiste español que a todos hace reír. “¿Qué se necesita para ser editor? Ser catalán y rico.” Así ejemplifica profundamente lo que hasta hace poco significaba meterse en el campo editorial dentro de su país. Dentro de un panorama por él descrito como burgués y elitista, parecía necesario proponer nuevos caminos de distribución de la lectura. Cuenta que él proviene de otra realidad, por ejemplo sus abuelos siempre trabajaban en el campo, y “publicar significa eso: hacer público”. Piensa en las diferencias dentro de los medios artísticos escritos y los visuales, ambos espacios en los que él se mueve. Observa que “el arte contemporáneo está en un terreno movedizo mucho más difícil de fijar que la literatura”, pues siempre hay problemas al determinar qué es contemporáneo dentro de lo visual. Al día siguiente puede que ya no lo sea.
Para Vaticanochico, explica Ignacio Gumucio, siempre fue importante que sus libros no sean gratuitos como los catálogos. Era claro que deben ser “libros- libros”, pero tampoco caros. Entonces “se desarma como objeto y aparece como herramienta”, piensa Francisca Sánchez, y continúa diciendo que el intento es que sea “un medio para acceder a otra cosa”. Luego se queda en silencio que se rompe con un “vamos a ver si se transforma”.
Alejandra Villasmil compara lo anterior con el trabajo de Editorial Periférica, cuyos libros son más literarios y siempre trabajan con texto. Julián Rodríguez coincide, aunque comenta que algunos van dirigidos al ámbito de la galería y el arte, siendo el texto el soporte del trabajo. “En ese sentido es más tradicional”, reflexiona él mismo. “Todos esos autores son buenos escritores”, y eso alimenta la galería.
Hablando de números son dos mil quinientos ejemplares en la primera edición con lo que está trabajando Periférica, mientras que en Vaticanochico hacen mil doscientos. Con respecto a esto Alejandra Villasmil plantea la pregunta sobre cómo se enfrentan en calidad de independientes al mercado. Julián Rodríguez opina que “el beneficio no es sólo económico”, explicando que “son proyectos intelectuales que devienen comerciales” porque “hay una necesidad de autofinanciación”. Además se preocupan especialmente de la difusión. “En nuestro caso todavía no lo sabemos”, dice Ignacio Gumucio, “es un misterio”. Habla de aportes que han recibido de diferentes fondos. “Es muy difícil que la venta financie los libros, y no es una expectativa que sea sana tener”. Francisca Sánchez cuenta que ahora tienen un Fondart y harán cuatro libros con eso, pero “si en algún momento dejamos de publicar en unos años más yo no me asustaría tampoco”. En su editorial hay un énfasis en las redes porque están publicando a artistas que son amigos, llegan de otros países y surge de ahí un nuevo libro. “La idea es que los amigos que vienen se conviertan en artistas invitados que vendrán de vuelta. Son socios de por vida.”
Volviendo al tema del mercado, Alejandra Villasmil pregunta por lo que sucede en ambos casos a nivel de circulación. Julián Rodríguez habla de lo importante que es reconocer a los artistas fuera del ámbito local. Menciona Argentina, Perú, Chile y Estados Unidos como puntos clave dentro de Periférica, así como los países europeos donde se habla más español como lo es Italia y cayendo en la redundancia, España. En estos lugares hay empresas distribuidoras, por ejemplo en el caso de Chile lo son Hueders y Liberalia. Lo que sí sucede es que las novedades a veces llegan tiempo después. Ignacio Gumucio aclara que para Vaticanochico es Ocho Libros quien se encarga de la distribución y “en el extranjero hay unos pocos intentos a nivel Matute”.
Alejandra Villasmil le pregunta a Julián Rodríguez si ha tenido la oportunidad de visitar librerías ahora que está en Chile, y él responde que no es un experto en la materia. Habla de “librerías literarias” para diferenciarlas de las comerciales y dice que pasarán sin falta por Metales Pesados, Prosa y Política y Prólogo. Para Periférica es necesaria la complicidad del librero lo cual no se da en librerías muy apegadas a la novedad. Luego menciona un dato que por un momento los congela a todos de impresión: “La industria editorial en España es la única que no se sostiene públicamente, sino sólo por los lectores”. 
Desde el público se plantea una inquietud. Para los escritores latinoamericanos hispano hablantes la única perspectiva de entrar al mercado europeo es pasando por una editorial española, y las editoriales en España no se arriesgan con autores que estén fuera del canon. Por ejemplo el libro publicado por Periférica de Diamela Eltit es de una autora por completo canónica. Así que en este sentido seguimos totalmente colonizados. Julián Rodríguez dice que en parte esto es cierto pero por otro lado es falso. Por ejemplo, ahora el mexicano Yuri Herrera es conocido porque ellos lo hicieron famoso. Y Diamela Eltit no es canónica allá. La intención en su editorial es mostrar tres generaciones de latinoamericanos, algunos de ellos jóvenes como el mismo Herrera o el chileno Carlos Labbé. Los españoles son muy conservadores para leer, de Latinoamérica sólo se venden los del Boom. “Me parece mucho mejor la literatura latinoamericana que española”, dice y luego opina que dentro de unos años será Miami quien tome las decisiones editoriales para la parte comercial como ha sucedido con el peruano residente en Estados Unidos Daniel Alarcón. Sin embargo cuenta cómo antes se decía que el mercado hispano parlante iba a desaparecer, y ahora se leen más libros en español que nunca. Las cosas han empezado a cambiar. Hay, se puede decir, un “canon heterodoxo”.
Otra persona del público se presenta como artista visual y les pregunta a Vaticanochico cómo se llega a ellos para publicar. “Esa es la parte más antipática”, suelta Ignacio Gumucio, “pero no me dan ganas de solucionar ese problema”. “Es un problema de validación para los artistas el hecho de hacer libros porque creen que se los pidieron.”
De nuevo uno de los oyentes participa diciendo que Vaticanochico, aunque no tiene una ideología, la tiene porque “es una propuesta”. Pero Ignacio Gumucio discrepa explicando que en realidad “no va mucho más lejos de la fiesta de cumpleaños”. Francisca Sánchez se ríe y dice “voy a ir más lejos de lo que Ignacio está dispuesto a aceptar”. Ella sí encuentra una ideología que descansa en ese “tono desabrigado” además el trabajo que ellos hacen “es una forma de salirse del rol del artista”, lo cual sin duda le parece un buen lugar para estar. Finaliza confesando que además “meterse en la vida de los otros también es muy entretenido”. 

jueves, 27 de septiembre de 2012

Polvareda IV



(Publicado en Escáner Cultural)



“Se recomienda usar el pasado como trampolín, no como sofá.”


Antes que comenzaran las guerras donde los hombres se hicieron asiduos a lanzarse entre ellos los cráneos de sus sacrificados, habían creído ser felices por un tiempo. Descubrieron que podían intercambiar a sus hijas por frijoles, techos, bebidas y animales. Tenían en su poder un gran cúmulo de riquezas cada vez que una de ellas nacía. Esperaban a que les salieran los senos y la curva de la cintura se pronunciara pero algunas veces su paciencia no llegaba a tanto así que las casaban igual. Dicen que una vez algún gobernante empobrecido tuvo por quinta vez un hijo varón y, en vez de enorgullecerse por engendrar otro guerrero, se desesperó porque vio frustrada su ansia de riquezas. Lo vistió no muy emperifollado, le puso vestidos y collares simples, arregló su pelo en un moño. Una vez se hubo convencido de que el pequeño podía parecer una niñita le ordenó a la madre que le enseñara a cocinar, a coser, a hacer masajes y a arreglar a sus hermanos con todo el lujo del que los hombres gozaban. Al niño parecía gustarle, incluso su voz era más femenina que la de sus primas. Entonces se apuró a casarlo, antes que fuera demasiado tarde, bajo la promesa que el marido no intentaría tocarla hasta que ella creciera. El padre huyó a una ciudad lejana siendo un hombre lo suficientemente rico para satisfacer sus ambiciones, y con el tiempo se enteró de lo que le había sucedido al hijo.
El esposo del niño, muy bien engañado, lo miraba con impaciencia. Había pasado casi un año y su cuerpo no cambiaba, aunque sí había aumentado de estatura. Una noche no pudo más, le arrancó los vestidos y se encontró con un puñado de carne colgando en la entrepierna. Pensó que debía sentir furia pero en vez de eso lo inundó una tranquilidad inusitada, llenándose de amor hacia ese ser. Lo abrazó y tomó dichoso por esposa, y así ese niño fue siempre mujer. Una de las pocas mujeres felizmente casadas. Tuvo privilegios que los vecinos nunca entendieron, mas respetaron como un signo de excentricidad del marido. Su esposa tenía educación y a cada pregunta recibía una respuesta y no un puñetazo. Así fue como se enteró de la historia de sus más recientes antepasados, así comprendió porqué los hombres en su tribu sufrían decepción y agotamiento.
Resulta que años atrás un puñado de señores que ahora eran abuelos respetadísimos se fueron a cruzar el mar con el fin de encontrar grandes riquezas prometidas. Así fue como leían las señales que dictaban las leyendas. Nunca habían pasado por encima del agua y se encontraron con que esta no era calma, transparente y colorida como desde la orilla. Estaban seguros que en el camino se encontrarían con corales y conchas preciosas pero no fue así. El primer momento de terror sucedió poco después de zarpar en sus canoas. Un triángulo gris a ras del agua vino hacia ellos rápido como una flecha. Lo observaron con interés cuando éste trazó círculos alrededor de ellos. Hasta que el más joven estiró su mano queriendo tocarlo pero en vez de atraer hacia sí un arma que podía servirles como método de defensa más adelante un monstruo salió del agua con la boca abierta y le comió el brazo. Vieron que tenía varias hileras de colmillos, y todos creyeron estar dentro de una pesadilla pero por más que intentaron despertar seguían ahí, frente a ese pez gigante que no se iba. Intentaron remar con fuerza pero él era mucho más rápido. Parecía reírse cada vez que mostraba la cara. Los dejó huir por unos minutos, pareció desaparecer y justo cuando comenzaron a tranquilizarse surgió por delante dando un salto mortal. Vieron entonces el cuerpo de ese demonio, mucho más grande que sus propias canoas, y los hombres más valientes desmayaron de terror. Se fue directo hacia ellos y los golpeó con la nariz, logrando voltearlos a todos. Una vez en el agua devoró a la mayoría, mas no por completo. Dejó pedazos de manos y piernas flotando en el agua, abandonando vivos a unos cuantos que intentaban mantenerse a flote entre pedazos de cadáveres desmembrados. No hizo el más ligero ruido, jamás rugió ni chasqueó al masticar los huesos. Se fue tan silencioso como llegó, como una flecha de piedra, dejando tras de sí un rastro de sangre.
Siguieron su camino los pocos que quedaron. Ya no iban tan confiados como cuando salieron aunque nadie dijo una sola palabra de miedo por considerarlo mala suerte. Las tormentas mar adentro no fueron nada en comparación al tiburón. Sólo agua enfurecida, un elemento al cual conocían muy bien cuando venían tormentas y los ríos se desbordaban arrasando con pueblos enteros. Llegaron por fin a una tierra. Creyendo que era su destino desembarcaron pero no había ahí nada mas que gente desnuda que los recibió de muy mala gana, escondiéndose entre la selva en cuanto los vieron a lo lejos y robándoles las pocas plumas y piedras que les quedaban mientras dormían. Los buscaron hasta cansarse, para cobrar venganza, pero no hubo caso y se fueron de ahí más pobres que nunca. Decidieron que esos seres rateros eran de seguro espíritus que se disuelven con el viento. Siguió su camino por el mar, mas ya no estaban tan seguros de lo que hacían, e incluso habían olvidado el motivo de su partida. Extrañaban a las mujeres, tenían hambre, frío, el agua salada los embrutecía produciéndoles visiones espantosas con pieles de animales que se alejan al tratar de alcanzarlas. Luego de meses sin encontrar nada, comiendo raíces de las pocas islas desiertas con las que se cruzaron, los dos restantes acordaron volver, y entonces les gritaban a sus abuelos para que les ayudaran en su regreso a casa.
Casi no hubo necesidad de remar. Las corrientes marinas los fueron llevando y como estaban tan cansados se entregaron a ellas. En el viaje escuchaban voces que los tranquilizaban, hablando un idioma desconocido, y ellos gozaron de esas dulces alucinaciones. Así fue como una mañana llegaron a orillas de sus tierras. Todas las familias salieron alborotadas a recibirlos, miraban a lo lejos buscando el resto de las canoas y los hombres en ellas. Los padres lloraron a sus hijos tirándose los pelos. Las esposas jóvenes hicieron sus maletas para volver a casarse, sabiendo que si tenían suerte les tocaría uno mejor, mientras las viejas se alegraban en silencio de su libertad compartida. Luego de vestirlos y alimentarlos les preguntaron dónde estaban las riquezas pero éstos ya no sabían de nada. Sólo pedían que les dieran unas horas de sueño.
Durmieron y al despertar, súbitamente les vino a la memoria el porqué de su partida. Habían salido tan confiados a conquistar tierras, a hacerse dioses. Ahora caían en cuenta que el viaje había sido una gran pérdida de tiempo. Cómo fue que sucedió esto, se preguntaban, qué araña venenosa nos picó para convencernos de algo tan descabellado. Quizás comimos una de esas plantas que vuelven locos a los animales y a los hombres también, decía uno. Tal vez fuimos poseídos por algún enemigo muerto que quiso llevarnos a la perdición, intentaba adivinar el otro. El caso es que, junto con el resto de los hombres fuertes de su ciudad ahora muertos, habían decidido seguir los pasos de sus abuelos.
Existía una leyenda inscrita en las pinturas donde los antiguos solían poner sus historias. En rollos largos de papel estaba dibujado que un día dos ancianos se despidieron de sus familias y zarparon mar adentro para no volver más. Ya presentían su muerte y entregándose a ella les hablaron antes a los suyos. No lloren ni se lastimen, les decían, ya nos está esperando Nuestro Señor de los Venados. Ha llegado la hora. Cuando quieran encontrarnos sólo miren hacia donde sale el sol y les regalaremos una respuesta a todas sus inquietudes. Sigan ustedes su camino y verán un día el lugar de donde vinimos. Así se despidieron. Luego uno de ellos se acercó para dejar la señal de su existencia. “Éste es un recuerdo que dejo para ustedes. Éste será su poder. Yo me despido lleno de tristeza. Entonces dejó la señal de su ser, cuyo contenido era invisible, porque estaba envuelto y no podía desenvolverse; no se veía la costura porque no se vio cuando lo envolvieron.”  
Los abuelos habían muerto sin ser enterrados por sus hijos y mujeres porque no se supo dónde iban a parar sus cuerpos y el mar jamás devolvió restos de ellos. Quedó, eso sí, el envoltorio que pronto se convirtió en el objeto sagrado más querido de todos. Estaba encima de una montaña, rodeado de piedras, y salvo por el mito que lo envolvía nada en él dejaba traslucir alguna magia. El niño vestido de mujer escuchó esta historia en boca de su esposo y no pudo sacársela nunca de la cabeza. Veía a su alrededor y notaba cómo su pueblo iba dejando pasar los días viviendo en el constante servilismo, rindiendo tributo a los más fuertes e intercambiando mujeres por cualquier tipo de riqueza. Se sintió atormentado e iba seguido a esa montaña para observar durante horas el envoltorio y no encontraba respuesta alguna. De noche hablaba en idiomas que no conocía y cuando se despertaba seguía escuchando esas conversaciones en su cabeza sin entenderlas. Sentía fascinación por esa tela blanca envolviendo quién sabe qué cosa, quiso con todas sus fuerzas descifrarla. No pudo encontrar mas que silencio.
Así cuenta un códice que luego fue incendiado por lo que ya no es posible comprobarlo. Dicen que quien dibujó esos signos tenía una mano demasiado delicada, incluso femenina, lo cual era extraño considerando que las mujeres no participaban de tales labores. Allí se decía que el pasado es como un envoltorio que no contiene nada a visible dentro, y del cual las costuras son borrosas porque ha sido bordado por muchas manos en tiempos distintos. Sin embargo su contenido es tan poderoso que puede obsesionar a cualquiera. El truco está en no querer descifrarlo ni interpretarlo, sino tan sólo aceptar que lleguen esas voces desconocidas, en el momento que ellas quieran, para decirnos algo que no entenderemos mas nos llenará de sentido. Se trata de un bulto que por fuera es como cualquier otro. Muchos pasarán frente a él sin percibir nada, otros decidirán que adorarlo es una pérdida de tiempo. El que intente volver a experimentar las glorias de antes será devorado por el monstruo que lleva dentro, y sólo encontrará miseria y decepción. Quien se acerque a mirarlo será arropado por él. 

miércoles, 22 de agosto de 2012

Polvareda III


(Publicado en Escáner Cultural)


Trato de recordar pero fue hace tanto tiempo que ya no me ayudan ni los números ni lo que otros me han contado. Hago un gran esfuerzo por dejar que las imágenes pasen cual nubes, sin que yo trate de retenerlas, como lo hace quien espera la muerte con valentía. Creo haber estado caminando sobre un suelo húmedo. Sí, es lodo y estoy metida en medio de la selva. Tengo nueve años. Camino sola. Mi respiración está demasiado agitada, aunque mis pasos de felino van lentos y cautelosos. No estoy segura de qué tengo miedo, pero escapo de algo sin saber en qué dirección viene. Muevo mis brazos para encontrar una salida. No veo nada, sólo a veces un hilo de luz se cuela entre las crestas densas. Baja para desaparecer dentro del fango transformándose en renacuajos.

Había estado en medio de una pelea. Es una casa desconocida y todo se viene abajo entre risas de hombres. Vuelan cabezas de aquí para allá, embistiendo violentamente lo que hasta hace un momento era una cena amagradable. Algunos huesos humanos de estos que tengo frente a mí tienen carne que se niega a desaparecer, y los gusanos roen felices restos de lo que antes fue piel. Otros han pasado por el blanco impoluto para mutar al polvo duro, como la tierra que se pega dentro de sí misma formando en apariencia una roca. Se deshacen con cada viaje por el aire, van desprendiéndose pedacitos que se disuelven y desaparecen. Otras se parten en trozos grandes, por aquí una mandíbula sin los dientes delanteros, por allá un pómulo y la concavidad del ojo vacío.
Soy una niña de nueve años, sentada en el rincón de lo que será mi próxima casa observo la escena desde el suelo, con mis piernas cruzadas. Pienso en todo lo que va a costar levantar ese desorden. Viene a caer un cráneo hacia acá y rápidamente lo guardo en un pedazo de mi vestido. Esa mañana mi padre me dijo que había llegado el tiempo de ser esposa y mujer. No entendí nada pero cuando vi a un hombre alto y moreno, de pelo largo y músculos brillantes entrar por la puerta, supe que era mi futuro hombre. Se me cerró el pecho en un nudo estrangulador y no pude más que evidenciar pánico, corriendo hasta la puerta más cercana y luego perdiéndome entre las hierbas ruidosas de la selva. Muy pronto me encontró mi padre. Su mano rasgó el escondite y yo me enderecé inmediatamente, caminando tras él de vuelta al lugar donde el hombre moreno me esperaba. Desde ese momento enterré bien hondo mi miedo y me hundí en un silencio animal. Cómo me llamaba en ese entonces no lo sé, pues consideraron que no era necesario registrarme en las listas de altos nombres para ser conservados en el tiempo.
La guerra de cráneos comenzó hace días. Los señores de altos poderes tienen hijas que de inmediato venden, intercambian o utilizan como moneda de préstamo, pero nunca llegan a ser suficientes, y esos cuerpos de curvas apenas insinuadas resultan ser causa de tanta enemistad entre los señores. La guerra se había instalado, y sobraban prisioneros. Lo primero que se desprende era siempre la cabeza, proyectil perfectamente a mano cada que una discusión airada llena los pechos cubiertos de joyas. Los señores desde ese entonces gozan con el color de los pájaros, creyéndolo parte de un mismo abanico.
Mi esposo, hombre de unos veintitantos años, llega con un tucán de pico naranja tan grande que supera por mucho su cuerpo, negro brillante, con extremidades rasposas que se entierran en la piel. El pájaro está más aterrado que yo, y sale entre revoloteos de sus manos arañando furiosamente mi cara. Lo agarramos en el jardín de los Texicos, dice mi padre dándole una palmada en el hombro al otro, soltando una carcajada que es compartida por el futuro yerno. Y ambos se ríen tomados de los brazos mientras observan de frente la escena del tucán tratando de aletear, porque no puede saber que le han cortado las plumas de atrás sin las que ya no podrá volar. 
El ave corre por la ventana perdiéndose en unos juncos. Ambos hombres salen a buscarlo. Y cuando me quedo sola recuerdo algo que me había contado mi abuela: Las orgías comenzaron con los primeros tres reinos. Llegaban primero a construir un templo de piedra, altísimo, en el centro de la ciudad, diciendo que ese era el camino a su dios y que a su vez éste podría bajar más fácilmente. Había un diálogo cada noche entre los sacerdotes y unos seres que nadie ve salvo por el cielo estremecido en rallas de fuego, tambores que retumban desde lo alto, temblores que rajan profundamente el suelo mostrando todas sus capas coloridas, largas noches y días de sol quemante o inundaciones del río que acabaron con pueblos enteros para dar paso al nacimiento de cultivos comestibles que nadie plantó.
Las dos ciudades, en tiempos de mi abuela, eran gobernadas por dos hermanos que según los mitos se amaban y ayudaban. Cada uno tenía su propio templo, sus sacerdotes personales y su comunicación con dioses diferentes. Se reunían todas las semanas a tomar las bebidas alucinógenas y juntos lloraban al viajar por el tiempo. Entraron cuando querían al palacio del otro porque las puertas amigas permanecían libres. Hasta que un día al hermano menor se le ocurrió empuñar los escudos, sólo para demostrar cuán fuertes eran frente a todas las desgracias de la vida. Este hecho no fue visto con buenos ojos por su hermano mayor. Tomando el gesto como una afrenta a su virilidad, se reunió con otro séquito esa noche y decidieron atacar antes de la madrugada la ciudad vecina, para que así quede bien grabada la inutilidad de los escudos frente a la violencia divina de un reino. Así fue que entraron a la que antes era su propia casa, donde fueron tantas veces invitados de honor, y mientras el rey dormía le abrieron el pecho y sacaron el corazón palpitante para ofrecérselo a su dios en la cima del templo. Entonces nació la guerra y no hubo cómo detener la sed de sangre que corrió desde ese día.
“… y allí comenzaron también los festines y orgías con motivo de sus hijas, cuando llegaban a pedirlas en matrimonio. Y así se juntaban las tres Casas grandes, por ellos así llamadas, y allí bebían sus bebidas, allí comían también su comida, que era el precio de sus hermanas, el precio de sus hijas, y sus corazones se alegraban cuando lo hacían y comían y bebían en las Casas grandes.” Ahora se juntan cada semana con el séquito del hermano muerto, ya no para compartir una borrachera sino para atacarse hasta la muerte. Muchas mujeres que están casadas con el enemigo desaparecen. Otras vuelven a los brazos de su antiguo padre, pero éste ya no ve en ellas sino la causa de su propia furia, y de hijas o esposas pasan a verlas como cautivas. Se enojan porque las mujeres no hacen siempre las bebidas en su presencia, desconfiando hasta de sus madres. Quieren que seamos bellas, pero se enfurecen si otro se fija y con los ojos nos dicen que es nuestra responsabilidad entera, y nos acusan de coquetas.
Ahora entiendo que por eso hay un bulto en mi bolsillo mientras continúo caminando con mis pasos ya idénticos a los de una fiera. Sobre mi hombro descansa el tucán. Cada tanto volteo a ver sus patas agarrándose con fuerza y me imagino que sus sentidos presienten lo que va a venir, pues de vez en cuando lanza quejiditos cuando estoy apunto de tomar una senda. Me hace desviar mi camino hacia un lugar que no conozco. No sé qué me va a pasar pero no tengo tiempo para pensarlo. Ahora lo que importa es salir de casa, llegar lo más lejos posible, mimetizarme ojalá con la selva, ser una presencia y ya no un tesoro cuidado celosamente. Sólo mi cuerpo está cansado. Pronto será tiempo de dormir. La luz sobre las hojas más altas se ha puesto desteñida y amarillenta, avisándome que pronto la oscuridad total se instalará. Siempre me han dado miedo las noches. Siempre he jurado que, de verme sola en la selva y sin luz, moriría. Ahora estoy así y ya no siento miedo, tan sólo una ligera tristeza que abre paso al sueño. El tucán comienza a aletear.
Mientras bostezo siento que mis pasos avanzan más y más rápido, como si el viento que mueve el pájaro con sus alas me tomara de los pies haciéndolos muy ligeros. Sigo corriendo en el estado de quien no está dormido ni despierto, con la respiración más lenta y los brazos abiertos. Mis pies ya no están mojados y me pregunto porqué, si bajo ellos continúa la selva. Volteo hacia abajo. Noto que ya no estoy tocando el suelo y, ahora que me fijo un poco más, ya no consigo ver mis pasos. Debajo mío avanza el paisaje acelerado. Voy hacia un destino fijo que desconozco. Los restos de mi cuerpo desaparecen con el viento. Sólo queda, al cerrar los ojos, la imagen de una calavera que sonríe. Afuera un tucán sin plumas vuela más alto que nunca.   

lunes, 23 de julio de 2012

Polvareda


(Publicado en Escáner Cultural)


II

Antes que los señores de las grandes casas esparcieran su poderío por toda la tierra, hubo dos reyes poderosísimos que de diversas maneras los engendraron. Se dice de ellos que hicieron grandezas, que le dieron nombre a su cultura y que además la convirtieron en una presencia inmortal. Creían en la edad de las ciudades y en que estas permanecían luego de ser saqueadas, tragadas por la selva o reducidas a sus cimientos. Esa fe inalterable hacía orgullosos a los señores, actuando con una crueldad desmedida. Además tenían en su sangre naturaleza mágica, y aunque esto último fuera cierto, no pudo ser visto en sus acciones. Sus nombres fueron Cucumá y Chalcó.
Ambos reyes, mientras convocaban el poder absoluto, fueron destruyendo campos, selvas y desiertos, arrasando al paso los distintos pueblos y ciudades con toda la gente que tenían dentro. Entre los sitios poblados y las civilizaciones que ya no existen se cuentan aquí cerca nuestro historias de humanos con apariencia fantasma, con pintura en el cuerpo y cabezas puntiagudas. Habían otros que abiertamente permitían a las mujeres llevar la casa y la economía familiar, así como las tareas de medicina, para ellos dedicarse a tomar y hacer la guerra. Se cuenta de unos que vivieron encaramados en la selva hasta que de manera misteriosa desaparecieron abandonando sus ciudades. Otros hablaron de seres con un poder mental tan grande que podían mover piedras monumentales a grandes distancias, sorteando incluso riscos y acantilados. Los que estaban cerca de las faldas de un gran golfo no habían sido vistos nunca, pero sí sus rastros de cabezas gigantes. Unos más, a través de las cordilleras bailaban con ropas de color fosforescente y daban giros que les hacían llegar al trance.
Los pueblos odiaban a Cucumá y Chalcó, y éstos no hicieron más que hacer la guerra y conquistar todo a su paso para dominar sobre aquel que viviese. Cuentan que una vez dos tribus olvidaron dar el tributo y los reyes se fueron en castigo mayor hacia todos los sometidos, bien hubieran pagado o no. De esta manera incrementaban el odio, y pronto los rebeldes se vieron rodeados por civilizaciones enteras que sufrieron las consecuencias injustas, y ya no eran tan compasivos estos como antes sino que el dolor los había hecho duros y habían vuelto sus cabezas hacia sí mismos. Me mataron a un hijo por tu culpa, se escuchaba a todo lo ancho. Los pueblos rebeldes primero se encogieron de hombros pero viendo que algo terrible iba a ocurrirles, más terrible aun que la conquista definitiva por la cual ya pasaban, terminaron doblegándose y pagando todo lo que habían negado en ese tiempo. Así se quedaron en la ruina.
Inmediatamente después los tomaron como esclavos, a ellos y a los de otros pueblos. Dicen que los amarraron en árboles para que el sol achicharrara sus carnes y la humedad los pudriera, para que llegaran los insectos a poner huevos bajo su piel y las aves les picotearan el cráneo. Antes de abandonarlos ahí les tiraban cerbatanas que los hicieron mimetizarse con el cactus desértico. Cuando estaban agonizando los sacaron y con las medicinas de la selva volvían a su vida de encierro y fuerza bruta. Fin del poder y la gloria. Las ciudades se incendiaron hasta quedar el suelo de tepetate duro e inservible. Con el tiempo la tierra volvió a dar sus frutos, sin embargo.
En el libro que ya no existe se dijo que esto fue como si a una roca la atravesara un rayo que bajó del cielo a gran velocidad cruzando enormes distancias, pues se le vio trazar el espacio en una raya viva y punzante. Ese pedazo de fuego viene a caer directo en la piedra, lastimándola, abriéndola en gajos que luego se trizan y mueren. A los que aun cuentan estas historias se les abren los ojos aterrorizados y se quejan de dolor, vencidos por el recuerdo.  
Frente a un lugar llamado Chiliponzingo quedó una montaña de piedras cortadas como si un gigante llegara a  tijeretearlas en líneas perfectamente rectas. No existen esas formas en la naturaleza, han pensado quienes ven hoy ese volcán que de tanto en tanto lanza cenizas, ha de ser que estos eran de otro planeta. Hoy es un registro de la fuerza y el poderío de Cucumá, quien vivió hasta bien anciano continuando con sus planes de conquista hasta el fin de sus días envuelto en sábanas de seda. Muchos quisieron matarlo, complots bien armados no faltaron, y se dice que fue por su valentía de fierro pero también algunos piensan que ese fierro con que aplastó a su gente terminó dándole a él en la cabeza. 
Luego de dividir las tierras y recaudar esclavos Chalcó aconsejó a Cucumá que fortificaran las ciudades, con fosos y todo, que hicieran subir las paredes hasta cierta altura donde nadie fuera capaz de trepar, que se llenaran las cimas de guardias bien armados vigilando sobre todo al caer la noche y en el amanecer, que se dieran alarmas cada vez que un movimiento perturbaba el horizonte y se flechara con líquido somnífero a cualquiera que se acerque para registrarlo antes de darle la entrada o la muerte. A Cucumá le pareció exagerada la sugerencia de su amigo pero no dudó en aplicarla. Siempre había tenido confianza de los excéntricos y sobre todo a quienes llevan sus ideas más allá del espacio que les confiere su propia libertad. Lo que ambos no comentaban nunca, mas era el motivo que les unía en ese afán, era el miedo a las tribus.
Se reunieron con los señores que les hacían un séquito en cada pueblo. Constrúyanse las murallas, les ordenaron, que nadie alcance sus techos. Así probaremos ante el mundo entero nuestra fuerza y nuestra hombría. Así sabrán quién domina aquí, quién es el verdadero rey en la tierra. Diríjanse a las ciudades, anden ustedes tranquilos, y no teman si alguno se les pone en el camino con el fin de matarlos porque cualquiera sabe que yo inmediatamente iría a abrirles el estómago. Vayan en calma y paz, lleven sus mejores armas y convénzanse de no usarlas mas que para causar admiración y respeto. Aprovéchense de su autoridad, de todo el conocimiento aprendido de tantos años y todas las guerras que han vencido en el camino. Esta es y será nuestra tierra.
Y cuando Cucumá se callaba todos los señores oyentes quedaban en el más pasmado de los silencios, sin hacer nada mas que abrir sus bocas. Incluso Chalcó, quien era más viejo y por lo tanto reverenciado como tal, no podía dejar de traslucir una sonrisa de satisfacción cuando su compañero entraba en discursos.
Los señores se fueron, cada uno hacia una tierra y una montaña diferente, a levantar murallas y guardar la lucha. Eran iguales cuando esto sucedió, todos descalzos hablando el mismo idioma y creyendo en los mismos dioses, mas esa hermandad de miradas cambiaría con el tiempo. Como amigos se despidieron en un hasta pronto y fueron a cubrir las ciudades bajo su poderío pues ahora ya eran reyes nombrados por los dos grandes. Tomaban sus flechas bien fuerte, como si en cualquier momento fueran a sacarlas en embestida, dando pasos largos y pesados, ordenando a sus séquitos cazar en el camino pieles de venado y jaguares para cubrirse y espantar al paso. Salieron con motivo de vigilar a los enemigos de Chalcó y Cucumá, quienes como padres enviaron a sus hijos y súbditos a la cima de cada montaña. En seguida se hicieron héroes y pasaron a la historia quienes aseguraron las entradas, cuidando hasta con los dientes las ciudades de toda invasión exterior y de la tan temida llegada de las tribus.
Se llenaron de premios y distinciones. Se hicieron nobles, así fueron creadas las listas de nombres que se grabaron en piedra para que el tiempo los guardara. Caminaron parsimoniosamente y acomodaron sus espaldas en tronos suaves y acolchados. Tratando de retener esa fuerza en la piedra fue invadida por la selva y ella prácticamente ya no muestra su contenido salvo a quienes dominan el arte de mirar más allá de las letras. Fueron nombrados los primeros padres de la nación y cultura que ahora se gestaba. Se les promocionó como amos de todas las cosas a esos flecheros que hacen la guerra. Así fue el origen de sus dignidades.
Pero lo que ellos ya no recordaban es que otros señores vinieron antes, haciéndose llamar también reyes. Así como ellos lo ignoraron sus hijos lo harían también, cada uno invistiéndose en toda la majestad del momento. Cucumá y Chalcó habitaban casas grandes, mas ellos no eran los constructores sino todos los vasallos que tenían a su cargo, incluidos arquitectos y obreros que ya eran muchos y se confundían con la multitud. Los habían mandado sus padres, otros grandes hombres que a diferencia de ellos no habían robado, mentido ni matado para hacer la civilización sino que disfrutaban de la hermandad que existe entre familias y así todos les ayudaban para a su vez beneficiarse de los nuevos alcances.
Se dice que entonces, cuando los padres de Cucumá y Chalcó reinaban, en verdad estaba el amor rodeándolo todo porque eran benefactores. Sus nombres fueron Mitra y Guascazú. La naturaleza prodigiosa de éste último era de sorprenderse. Tenía el poder de transformarse durante siete días antes de volver a su estado natural. Primero bajaba hacia Sombras, el reino de la muerte, volviendo lleno de una felicidad tranquila y cansada. Entonces se metamorfoseaba en serpiente, arrastrándose por la selva y los peldaños de piedra, y ciertamente causaba temible admiración cuando se veía a ese animal tan grande enroscando sus anillos y mirando con ojos de hombre. Luego pasaba a transformarse en águila, entonces la gente escuchó sus aletazos en el viento y decían Guascazú ya ha vuelto a subir para mirarnos desde arriba por lo que quién sabe lo que trama para nosotros. Después su cuerpo pasaba a ser el de un tigre viejo que con sus rugidos paralizó a los cazadores borrándoles la memoria, haciéndolos volver sobre sus pasos hasta llegar a casa preguntándose porqué salieron en un comienzo. Finalmente la materia de éste rey quedaba reducida a un charco de sangre que poco a poco penetraba en la tierra hasta quedar sólo el rastro de una costra reseca.
Cuando volvía Guascazú las mujeres tiritaban y los hombres agachaban sus cabezas. Tuvo todo lo que quiso así como sus hijos, y no por ser un hombre que conociera la magia sino por que había encontrado un medio de dominar a los otros. Sus historias fueron narradas de boca en boca hasta que se perdió la esencia original para dar lugar a un cuento donde todos los cuentos caben. El cuerpo de Guascazú desapareció luego de un viaje por la costa. Se dice que por fin  la sangre, bien mezclada con el agua, se hizo menos densa y conoció las inconmensurables profundidades del mar llegando así al misterio del infinito. También se cuenta que entonces se apagó de golpe su ambición amarga, y que lloró como nunca antes lo había hecho. Esta es la explicación que cuenta el libro sagrado acerca del agua llena de sal, la cual siempre había sido una amigable bebida para quienes quisieran tomarla hasta que al limpiarse en ella Guascazú la dejó convertida en veneno. Quizás entonces pudo vivir uno de sus cuerpos en armonía con los otros. Nadie puede saberlo pero hasta el día de hoy cuando las familias que cubren sus antiguas tierras ven un águila hacen gestos de reverencia, cuando una serpiente cruza por su casa no tratan de matarla y cuando escuchan pasos del tigre entre la maleza todos guardan silencio. La causa de estas demostraciones de respeto no es en absoluto las legendarias proezas de su rey sino el que, más valiente imposible, fuera capaz de cederse a sí mismo en el último momento antes que condenar a sus hijos y esclavos a tratarlo como un dios.  

miércoles, 20 de junio de 2012

Polvareda



(Publicado en Escaner Cultural) 


I

“Y ésta fue su existencia, porque ya no puede verse el libro que tenían antiguamente los reyes, pues ha desaparecido. Así, pues, se han acabado todos”

Nombres de todos los descendientes salidos de nuestros abuelos. ¿Los recuerdas?, estos son sus nombres. Convocaremos aquí a las generaciones de reinos y de nuestros primeros padres. Vinieron desde muy lejos, atrás en el tiempo, cuando de pronto el negro infinito del cielo se llenó de puntos. Y aparecieron unas como luciérnagas que se desplazaban a todo lo ancho, a veces chocando, recorriendo caminos separados hasta que por fin una a una se acomodaron en un rinconcito. Se hicieron su nido en la noche.
Luego, la bola blanca vino desde el oriente. Primero se escuchó el rodar de piedra contra los árboles y la tierra. Al llegar al agua del mar se detuvo un poco, como dudando, y luego se metió así nomás, y mientras avanzaba iba dejando una luz en la superficie de las olas. Salió por allá, donde termina el horizonte, y rodó entonces por el cielo hasta bien arriba. Nunca se movió de ahí, pese a sus eternos cambios de ánimo. Sólo cuando llegó el sol y se dio la vida, sólo ahí las luces de todos los tamaños en el cielo negro desaparecieron a intervalos para dar paso a lo que sería. Nada se vio a su llegada, se cubrieron las cosas con una luz dura que las hizo desaparecer. Poco a poco surgieron sutiles colores nuevos, hasta que ya estando lejos a lo alto se le vio como un punto de fuego. Así lo cuentan.
Salieron de ahí los señores, los primeros padres y estos que después se dijeron primeros padres. Muy atrás la abuela generadora, muy atrás el tapir. Salieron y se hicieron sus casas, que por lo que cuentan eran muy grandes. Había de todo en esas casas, comarcas se armaban de gente funcionando en torno a un señor, manufacturando su vida en función de lo necesario para el otro, y esos señores crecían más y más, y protegían a los suyos para que éstos los protegieran a ellos. Algunos llamaban a eso solidaridad. Primero eran unas cuantas, luego muchas casas aparecieron, nueve casas hubo y tantas como apellidos existían. Eran señores de las ciudades, todas las que surgieron en ese entonces. Se escribieron listas para sujetar esos nombres, para que no se perdieran y algo de legado quedara. Esos grandes señores de las grandes, grandísimas casas. Este era el de la ciudad tal, éste el de la casa de al lado, y así sucesivamente en todas las generaciones perdidas. Primer señor: presidente de la casa grande. Octavo: canciller de las familias. Segundo: encargado de asuntos públicos en casa grande. Quinto, ministro de cultura. Tercero: jefe de fuerzas armadas. Séptimo: Administrador de asuntos jurídicos. Cuarto: recaudador. Sexto, alcalde eclesiástico. Noveno, rey de legislaciones. Nombres de señores, generaciones que ocuparon los asientos. Investidos de autoridad, se les vio ejercer los espacios desde la selva de la chiquitanía al cabo de hornos y los cuatro caminos.
Sólo tres eran los primeros, llamados así, y encontraron el lugar perfecto para hacer sus reuniones, arriba de un edificio alto muy nuevo. Desde ahí miraban la ciudad. Veían las casas grandes, también casitas pequeñas, y también las que no eran casas. Se juntaban ellos ahí para discutir las habilidades de mujeres y hombres, y sus posibles colocaciones. Se dice que su condición era grande, tanto que no cabía en ese edificio tan amplio de pisos lustrados, ascensores y tuberías del primer nivel, ojos ocultos en todos los cuartos, salas y antesalas, paredes llenas de pinturas sin ningún valor. Los señores se compraban tallas extra-large.
Debajo del edificio una piedra punzante subía por dentro, adornada en la cima por una fuente artificial justo en el centro del hall. Por debajo nadie sabía hasta dónde era pero personas de todas partes, lejos de las casas grandes, llegaban en manadas y giraban en torno a ella, tocaban como si fuera muy frágil ese monolito gris. El lugar era por lo tanto centro de todos los encuentros, o así se decía. Incluso se le llamaba con el nombre del dios, éste era el nombre del dios y ese era su templo. Rodeaba la piedra toda una serie de comercios para los milagritos, ofrendas y encargos a quienes ritualmente estuvieran equipados para invertir. Y como los que entraban a ver la piedra sólo podían pasar a la planta baja, pues arriba los señores de las grandes casas estaban discutiendo asuntos que apremiaban, el lugar parecía estar partido en dos. Si uno veía desde afuera, el edificio era un hormiguero en su base, y mientras se subía la mirada aparecían los reflejos del cielo hasta la cima rematando en una punta de oro. Sí, de oro, porque estos señores no se andaban con cosas.
Por momentos parecía que la situación se iba a desatar en descontrol. Periódicamente hombres por montones llegaban a quemarse cigarros en los brazos, otras veces las mujeres se tiraban el pelo hasta arrancar mechones. En una ocasión hubo gran golpiza colectiva, en torno a la piedra, con los señores tras ventanales polarizados un poco aprensivos y a punto de soltar las lacrimógenas, pero luego de unos minutos en que se reventaron con todas sus fuerzas salieron de ahí bajo una tranquilidad tan natural, tomándose del brazo y sonriendo de tal forma que con el tiempo hasta lo olvidaron. En general todo en orden transcurría, por fin y desde eras completas entraba en un sistema estructurado para el ser humano. Ya no andaban a la deriva minuto a minuto, sino que las calles eran las mismas y los caminos habían sido memorizados. Tanto que, cuentan, algunas personas eran capaces de dormir mientras se dirigían a sus trabajos, por las mañanas, cuando todos querían quedarse en cama. Iban soñando mientras las piernas avanzaban por donde ya sabían, los ojos funcionando para no chocar con nada pero completamente desconectados de la mente. Tales habilidades consiguieron nuestros primeros padres.
Luego, en épocas de beneficencia, todos iban con los reyes y les entregaban partes de su herencia. Eso era tan bien recibido como castigado si se faltaba a ello, porque la justicia lo dictó así. Hacía mucho que a los reyes ya no les interesaban las plumas, pero aún se sentían atraídos hacia las piedras preciosas. Las deseaban con furia y ardor, mas nunca pudieron verlas. No es tan malo, pensaban, nos llega el costo de las piedras aunque no conozcamos sus colores. ¿Qué pueden importar sus colores?, decían y luego en secreto saboreaban la complicidad de reír en grupo, saberse en compañía de quienes suelen ser bautizados como nuestros. 
Los primeros señores también decidían cuando iba a ser la guerra, porque así lo decían los dioses y porque así lo quisieron. Iban a un lugar desconocido y allí veían si en los días próximos habría hambre, contaminación, frío, si se avecinaba un terremoto o se derramaría petróleo en el agua. Sabían que las vías de comunicación se apagaban por momentos, para solucionar otro aspecto en apariencia distinto. Mirando escenas que luego interpretaban, por supuesto las lecturas no eran siempre las mismas pero se trataba de hacer lo que dicta la mayoría. Una mayoría que se perdió dentro de las tierras más lejanas, nunca vistas y nunca conquistadas, quienes jamás se enteraron de votación alguna. Y se hacía lo que se podía. Supieron bien que había un libro donde todo eso estaba escrito, donde las visiones aparecidas se interpretaban claramente, porque ese libro se había escrito pero ya no estaba.  
No sólo pasaba eso con los grandes señores, hay que decirlo porque al menos eso cuentan sus historias. Tenían panzas duras y redondas pero puntualmente cumplían con una rutina de ayuno que venía inscribiéndose desde algún lugar lejano en un tiempo antiguo. Nadie supo de dónde venía esa tradición pero se contaban historias de héroes que las inauguraron, y esos hombres heroicos no tenían nada que ver con los señores porque eran más bien flacos, sucios y medio pirados. O sea, rallaban un poco la papa. E incluso cuando los encerraban bajo llave recibían miles de cartas provenientes de todos lados, textos que en su mayoría no podían leer porque estaban escritos en otros idiomas y con letras que no habían visto jamás. Esos personajes que así se llamaban fundaron el ayuno sagrado. Los señores, recordando el nombre de otros, se encerraban muchos días y noches en silencio dentro de una concentración absoluta. Durante tres semanas no veían a nadie, no pronunciaban palabra, no comían un solo bocado y tomaban agua a moderación. No veían a sus señoras, secretarias, amantes ni musas de la esquina. No se masturbaban. Dedicaban sus días y noches al rezo, al llanto, al miedo, a la angustia.
Rezaban los grandes señores con el fin de los tiempos, por la alegría y el bienestar de todos los que estaban allá abajo del edificio y por toda la curvatura de la tierra. Rezaban porque se acabaran las guerras innecesarias y las muertes por obligación, porque crecieran más árboles frutales y días templados. Dales alimento a mis esclavos, a mis hijos, entrégales vida y fuerza para que trabajen y tengan más hijos con familias que cubran las tierras baldías. Ya hemos cercado el pastizal azul y hemos puesto redes en los mares. Los aviones atraviesan continentes, en cámaras de metal puedes hundirte hasta el fondo del océano sin dejar de respirar. Se ha conseguido lo que la ciencia y magia pueden hacer. Ayer vinieron los charros y nos cantaron cielito lindo.
 Dicen que gemían a gritos, golpeándose las caras y jugando con fuego quién sabe cómo. Porque cuando todo terminaba el lugar de reclusión quedaba con rincones carbonizados, con las cortinas raídas y las ventanas ralladas. Parecía que entraron allí unos bándalos manifestantes de nada, esos que solo quieren odio y venganza. Imposible encontrar algo que evidenciara la naturaleza sagrada de lo que supuestamente había ocurrido. Algunos cuentan que escucharon cómo luego las paredes hablaban, bien quedito, y seguían diciendo cosas. Dales caminos y casitas, que no se topen con psicópatas ahí en la calle, que los sanos sean libres. Hacían advertencias, porque si bien los reyes y señores eran devotos eso no les quitaba lo autoritario. Y que no pasen por esas pestes o hambrunas que son una lata para todos, que no suceda eso porque tú lo quisiste así, cuida a los que trabajan la mayor parte de sus vidas para sostener la estructura magnífica que diseñaste, a los que en algún momento decidiste moldear como niño que juega con plastilinas. Los viste y por fin te quedaste maravillado con tu obra. No nos abandones.
Quienes más balbucían estas y otras plegarias eran los tres reyes. Sus camisas estaban perfectamente limpias y planchadas en cualquier momento del rito porque traían varios cambios de ropa perfecta para la ocasión. En esas ocasiones no se ponían la corbata, pues la cosa no tenía que ver con negocios, y haciendo todo lo posible para que negocios y otros asuntos quedaran bien distinguidos, los separaron en dos bloques concretos. Por su parte, los nueve hombres eran quienes más se concentraban en el ayuno y penitencias, las cuales gozaban con un horror en éxtasis. Eso se cuenta.
Cuando pasaban las tres semanas salían de ahí en un estado de ánimo bastante similar al de la marea de gente luego de las golpizas masivas. Entonces se encontraban con todos los impuestos acumulados en ese tiempo, y otros más que estaban por llegar. Ellos no desperdiciaron esos víveres, sino que los usaban y consumían, no los malgastaban porque el deber político lo dictó, el mismo que los condujo a arrebatar países y continentes para hacerlos propios. Todas esas tierras eran ahora suyas. A veces se preguntaban cómo serían. A través del ventanal térmico era posible distinguir cómo una filita india cruzaba las cordilleras, cual hormigas que presumen de su laboriosidad. Esta es una raza discreta, trabajadora, abnegada. Dicen que son buenos para hacer ciudades donde el orden y el progreso impera. La de allá reúne unas cuantas tribus dizque legendarias, de todas se escucha que son alegres, amables, ruidosas y sanguinarias. Por las tierras están avanzando otros que han cruzado el desierto y sólo existe un motivo por el que alguien cruza el desierto.
Las filas indias de pobladores lejanos trayendo flores del maguey, chicas de piel porcelana, chocolate, plantas psicotrópicas, música, licores afrodisíacos, pedazos de haciendas, animales salvajes y abejas. ¡Abejas!, gritó un rey y todos asintieron mientras le clavaban sonrisas duras. Abejas. Cada vez había menos y el que eso estuviera relacionado directamente con la multiplicación de moscas era una de las ironías en las que ellos recomendaban no pensar demasiado. Se cuenta que en ese entonces los hombres en su autoritarismo se hicieron frenéticamente adictos a todo insecticida. De un momento a otro, problemas de peste solucionado, todas las plantas pueden respirar y florecer. Sin embargo esto duró muy poco, porque el polvito dorado que las abejas dejaban caer en sus vuelos había desaparecido, y por lo tanto la fecundación vegetal. Llegaron panales en torno a los que flotaba una estática de zumbidos penetrantes. Fueron muy bien recibidos por los señores, junto con los cerdos y venados. Se apuraron en consumir todo para ponerse al día y despidieron a los que se quedaron fuera porque en la planta baja ya no existía espacio para un alfiler.
Así fue que crecieron hasta cubrir enteramente el planeta, mas esto sucedió paulatinamente y no pudo ser fácil advertirlo. Contaremos ahora quiénes hicieron la división y cómo se destruyeron las ciudades.


… CONTINUARÁ …