(Publicado en Escáner Cultural)
II
Antes que los
señores de las grandes casas esparcieran su poderío por toda la tierra, hubo
dos reyes poderosísimos que de diversas maneras los engendraron. Se dice de
ellos que hicieron grandezas, que le dieron nombre a su cultura y que además la
convirtieron en una presencia inmortal. Creían en la edad de las ciudades y en
que estas permanecían luego de ser saqueadas, tragadas por la selva o reducidas
a sus cimientos. Esa fe inalterable hacía orgullosos a los señores, actuando
con una crueldad desmedida. Además tenían en su sangre naturaleza mágica, y
aunque esto último fuera cierto, no pudo ser visto en sus acciones. Sus nombres
fueron Cucumá y Chalcó.
Ambos
reyes, mientras convocaban el poder absoluto, fueron destruyendo campos, selvas
y desiertos, arrasando al paso los distintos pueblos y ciudades con toda la
gente que tenían dentro. Entre los sitios poblados y las civilizaciones que ya
no existen se cuentan aquí cerca nuestro historias de humanos con apariencia
fantasma, con pintura en el cuerpo y cabezas puntiagudas. Habían otros que
abiertamente permitían a las mujeres llevar la casa y la economía familiar, así
como las tareas de medicina, para ellos dedicarse a tomar y hacer la guerra. Se
cuenta de unos que vivieron encaramados en la selva hasta que de manera
misteriosa desaparecieron abandonando sus ciudades. Otros hablaron de seres con
un poder mental tan grande que podían mover piedras monumentales a grandes
distancias, sorteando incluso riscos y acantilados. Los que estaban cerca de
las faldas de un gran golfo no habían sido vistos nunca, pero sí sus rastros de
cabezas gigantes. Unos más, a través de las cordilleras bailaban con ropas de
color fosforescente y daban giros que les hacían llegar al trance.
Los
pueblos odiaban a Cucumá y Chalcó, y éstos no hicieron más que hacer la guerra
y conquistar todo a su paso para dominar sobre aquel que viviese. Cuentan que
una vez dos tribus olvidaron dar el tributo y los reyes se fueron en castigo
mayor hacia todos los sometidos, bien hubieran pagado o no. De esta manera
incrementaban el odio, y pronto los rebeldes se vieron rodeados por
civilizaciones enteras que sufrieron las consecuencias injustas, y ya no eran
tan compasivos estos como antes sino que el dolor los había hecho duros y habían
vuelto sus cabezas hacia sí mismos. Me mataron a un hijo por tu culpa, se
escuchaba a todo lo ancho. Los pueblos rebeldes primero se encogieron de
hombros pero viendo que algo terrible iba a ocurrirles, más terrible aun que la
conquista definitiva por la cual ya pasaban, terminaron doblegándose y pagando
todo lo que habían negado en ese tiempo. Así se quedaron en la ruina.
Inmediatamente
después los tomaron como esclavos, a ellos y a los de otros pueblos. Dicen que
los amarraron en árboles para que el sol achicharrara sus carnes y la humedad
los pudriera, para que llegaran los insectos a poner huevos bajo su piel y las
aves les picotearan el cráneo. Antes de abandonarlos ahí les tiraban cerbatanas
que los hicieron mimetizarse con el cactus desértico. Cuando estaban agonizando
los sacaron y con las medicinas de la selva volvían a su vida de encierro y
fuerza bruta. Fin del poder y la gloria. Las ciudades se incendiaron hasta
quedar el suelo de tepetate duro e inservible. Con el tiempo la tierra volvió a
dar sus frutos, sin embargo.
En el libro
que ya no existe se dijo que esto fue como si a una roca la atravesara un rayo
que bajó del cielo a gran velocidad cruzando enormes distancias, pues se le vio
trazar el espacio en una raya viva y punzante. Ese pedazo de fuego viene a caer
directo en la piedra, lastimándola, abriéndola en gajos que luego se trizan y
mueren. A los que aun cuentan estas historias se les abren los ojos
aterrorizados y se quejan de dolor, vencidos por el recuerdo.
Frente a un
lugar llamado Chiliponzingo quedó una montaña de piedras cortadas como si un
gigante llegara a tijeretearlas en
líneas perfectamente rectas. No existen esas formas en la naturaleza, han
pensado quienes ven hoy ese volcán que de tanto en tanto lanza cenizas, ha de
ser que estos eran de otro planeta. Hoy es un registro de la fuerza y el
poderío de Cucumá, quien vivió hasta bien anciano continuando con sus planes de
conquista hasta el fin de sus días envuelto en sábanas de seda. Muchos
quisieron matarlo, complots bien armados no faltaron, y se dice que fue por su
valentía de fierro pero también algunos piensan que ese fierro con que aplastó
a su gente terminó dándole a él en la cabeza.
Luego de
dividir las tierras y recaudar esclavos Chalcó aconsejó a Cucumá que fortificaran
las ciudades, con fosos y todo, que hicieran subir las paredes hasta cierta
altura donde nadie fuera capaz de trepar, que se llenaran las cimas de guardias
bien armados vigilando sobre todo al caer la noche y en el amanecer, que se
dieran alarmas cada vez que un movimiento perturbaba el horizonte y se flechara
con líquido somnífero a cualquiera que se acerque para registrarlo antes de
darle la entrada o la muerte. A Cucumá le pareció exagerada la sugerencia de su
amigo pero no dudó en aplicarla. Siempre había tenido confianza de los
excéntricos y sobre todo a quienes llevan sus ideas más allá del espacio que
les confiere su propia libertad. Lo que ambos no comentaban nunca, mas era el
motivo que les unía en ese afán, era el miedo a las tribus.
Se
reunieron con los señores que les hacían un séquito en cada pueblo.
Constrúyanse las murallas, les ordenaron, que nadie alcance sus techos. Así
probaremos ante el mundo entero nuestra fuerza y nuestra hombría. Así sabrán
quién domina aquí, quién es el verdadero rey en la tierra. Diríjanse a las
ciudades, anden ustedes tranquilos, y no teman si alguno se les pone en el
camino con el fin de matarlos porque cualquiera sabe que yo inmediatamente iría
a abrirles el estómago. Vayan en calma y paz, lleven sus mejores armas y
convénzanse de no usarlas mas que para causar admiración y respeto.
Aprovéchense de su autoridad, de todo el conocimiento aprendido de tantos años
y todas las guerras que han vencido en el camino. Esta es y será nuestra
tierra.
Y
cuando Cucumá se callaba todos los señores oyentes quedaban en el más pasmado
de los silencios, sin hacer nada mas que abrir sus bocas. Incluso Chalcó, quien
era más viejo y por lo tanto reverenciado como tal, no podía dejar de traslucir
una sonrisa de satisfacción cuando su compañero entraba en discursos.
Los
señores se fueron, cada uno hacia una tierra y una montaña diferente, a
levantar murallas y guardar la lucha. Eran iguales cuando esto sucedió, todos
descalzos hablando el mismo idioma y creyendo en los mismos dioses, mas esa
hermandad de miradas cambiaría con el tiempo. Como amigos se despidieron en un
hasta pronto y fueron a cubrir las ciudades bajo su poderío pues ahora ya eran
reyes nombrados por los dos grandes. Tomaban sus flechas bien fuerte, como si
en cualquier momento fueran a sacarlas en embestida, dando pasos largos y
pesados, ordenando a sus séquitos cazar en el camino pieles de venado y
jaguares para cubrirse y espantar al paso. Salieron con motivo de vigilar a los
enemigos de Chalcó y Cucumá, quienes como padres enviaron a sus hijos y
súbditos a la cima de cada montaña. En seguida se hicieron héroes y pasaron a
la historia quienes aseguraron las entradas, cuidando hasta con los dientes las
ciudades de toda invasión exterior y de la tan temida llegada de las tribus.
Se llenaron de
premios y distinciones. Se hicieron nobles, así fueron creadas las listas de
nombres que se grabaron en piedra para que el tiempo los guardara. Caminaron
parsimoniosamente y acomodaron sus espaldas en tronos suaves y acolchados.
Tratando de retener esa fuerza en la piedra fue invadida por la selva y ella
prácticamente ya no muestra su contenido salvo a quienes dominan el arte de
mirar más allá de las letras. Fueron nombrados los primeros padres de la nación
y cultura que ahora se gestaba. Se les promocionó como amos de todas las cosas
a esos flecheros que hacen la guerra. Así fue el origen de sus dignidades.
Pero lo que
ellos ya no recordaban es que otros señores vinieron antes, haciéndose llamar
también reyes. Así como ellos lo ignoraron sus hijos lo harían también, cada
uno invistiéndose en toda la majestad del momento. Cucumá y Chalcó habitaban
casas grandes, mas ellos no eran los constructores sino todos los vasallos que
tenían a su cargo, incluidos arquitectos y obreros que ya eran muchos y se
confundían con la multitud. Los habían mandado sus padres, otros grandes
hombres que a diferencia de ellos no habían robado, mentido ni matado para
hacer la civilización sino que disfrutaban de la hermandad que existe entre
familias y así todos les ayudaban para a su vez beneficiarse de los nuevos
alcances.
Se dice que
entonces, cuando los padres de Cucumá y Chalcó reinaban, en verdad estaba el
amor rodeándolo todo porque eran benefactores. Sus nombres fueron Mitra y
Guascazú. La naturaleza prodigiosa de éste último era de sorprenderse. Tenía el
poder de transformarse durante siete días antes de volver a su estado natural.
Primero bajaba hacia Sombras, el reino de la muerte, volviendo lleno de una
felicidad tranquila y cansada. Entonces se metamorfoseaba en serpiente,
arrastrándose por la selva y los peldaños de piedra, y ciertamente causaba
temible admiración cuando se veía a ese animal tan grande enroscando sus
anillos y mirando con ojos de hombre. Luego pasaba a transformarse en águila, entonces
la gente escuchó sus aletazos en el viento y decían Guascazú ya ha vuelto a
subir para mirarnos desde arriba por lo que quién sabe lo que trama para
nosotros. Después su cuerpo pasaba a ser el de un tigre viejo que con sus
rugidos paralizó a los cazadores borrándoles la memoria, haciéndolos volver
sobre sus pasos hasta llegar a casa preguntándose porqué salieron en un
comienzo. Finalmente la materia de éste rey quedaba reducida a un charco de
sangre que poco a poco penetraba en la tierra hasta quedar sólo el rastro de
una costra reseca.
Cuando volvía
Guascazú las mujeres tiritaban y los hombres agachaban sus cabezas. Tuvo todo
lo que quiso así como sus hijos, y no por ser un hombre que conociera la magia
sino por que había encontrado un medio de dominar a los otros. Sus historias
fueron narradas de boca en boca hasta que se perdió la esencia original para
dar lugar a un cuento donde todos los cuentos caben. El cuerpo de Guascazú
desapareció luego de un viaje por la costa. Se dice que por fin la sangre, bien mezclada con el agua,
se hizo menos densa y conoció las inconmensurables profundidades del mar
llegando así al misterio del infinito. También se cuenta que entonces se apagó
de golpe su ambición amarga, y que lloró como nunca antes lo había hecho. Esta
es la explicación que cuenta el libro sagrado acerca del agua llena de sal, la
cual siempre había sido una amigable bebida para quienes quisieran tomarla
hasta que al limpiarse en ella Guascazú la dejó convertida en veneno. Quizás
entonces pudo vivir uno de sus cuerpos en armonía con los otros. Nadie puede
saberlo pero hasta el día de hoy cuando las familias que cubren sus antiguas
tierras ven un águila hacen gestos de reverencia, cuando una serpiente cruza
por su casa no tratan de matarla y cuando escuchan pasos del tigre entre la
maleza todos guardan silencio. La causa de estas demostraciones de respeto no
es en absoluto las legendarias proezas de su rey sino el que, más valiente
imposible, fuera capaz de cederse a sí mismo en el último momento antes que
condenar a sus hijos y esclavos a tratarlo como un dios.
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