lunes, 29 de octubre de 2012

Animalia: Alter ego


Estaba en mi cama leyendo antes de dormir, lo cual nunca hago porque no alcanzo a avanzar mucho  cuando caigo en el sueño más profundo, cosa que sucede segundos después de haber puesto mi cabeza en la almohada. Pero esa noche tenía entre manos El zorro de arriba y el zorro de abajo, un libro de José María Arguedas quien logra conmoverme por la profunda comunión que tiene con la naturaleza y en especial con los animales. La miré. Ella estaba a mis pies, durmiendo. Sonreía y su cara era la dulzura misma. Comenzó a hacer ruidos ínfimos y a sacudir sus extremidades, entonces supe que estaba soñando. No tenía idea que ellos tienen sueños, en todo este tiempo compartido jamás sucedió algo similar a lo que estaba ocurriendo en ese instante, una señal de vida más allá de la consciencia. O quizás no me había fijado lo suficiente.
Como si adivinara mis reflexiones tan concentradas en ella, cual sustancias inmateriales apuntando su cuerpo redondo, despertó. Me vio y sostuvo la mirada en mis ojos. Me senté. Se sentó. Ladeé la cabeza. Ladeó la cabeza. Como en un espejo imperceptibles segundos atrasado, pude verme en ella. ¿Eres mi alter ego?, le pregunté. ¿Miau?, fue su inmediata respuesta.
Nos conocimos hace siete años. Yo me encontraba en ese momento sin mascota y quería tener un animal, siempre he sentido por ellos un amor incontrolable que me impulsa a abrazar perros en la calle o a conversar en voz alta con pájaros y gatos. Como en ese entonces había entrado a la universidad no estaba mucho tiempo en mi casa, así que la opción del perro quedó descartada porque ellos se deprimen sin su amo, muchos hasta la muerte. Esa clase depresiones no se cura con nuestros medicamentos psiquiátricos, la comida o el ejercicio físico. Por eso los perros en la calle tienen esa mirada de tristeza enloquecida que me hace estallar dolorosamente el corazón, mirada que se va aclarando si encuentran alguien que los quiera y se deje querer, pero que siempre queda impresa en un andar que evidencia sus viajes por el infierno.
Nunca había tenido un gato verdaderamente cercano, salvo un par de ellos que alguna vez habitaron la casa de mis padres o mejor dicho el jardín pues tenían prohibido entrar. Sin embargo supe que debía ser alguien de esta especie. Al margen de la intuición, cualidad animal que hemos conservado a lo largo de nuestra historia humana y debe ser ejercitada como el cerebro o cualquier músculo del cuerpo, los motivos conscientes fueron prácticos. Limpieza, rápido aprendizaje, admirable capacidad de independencia.
Cuando se mete algo en mi cabeza no hay nada ni nadie que pueda detenerme. Creo haber leído en algún lugar sobre los gatos siameses, me parecieron mágicos así que comencé a hacer averiguaciones para encontrar una camada donde me estaría esperando ella. Siempre quise que fuera hembra, esto sin ningún motivo en absoluto, simplemente no me planteé otra posibilidad. Ahora me pregunto si esa decisión no vendría de la misma intuitiva necesidad para encontrarme con mi otra yo, en el sentido más animal del término y menos psicoanalítico, esotérico o literario posible. Por fin me llamaron de una tienda de mascotas a la que había estado acosando. Les llegaría una camada de gatitos recién destetados, de tres meses. No eran raza siamés, eso sí, al menos no pura. La madre tenía sangre intachable, pero el padre hasta ahora les era desconocido. Tal cual, me encontraba en México apunto de adoptar una gata hija de la chingada, al mejor estilo de Octavio Paz en El laberinto de la soledad. Están bonitos, me dijo el vendedor tratando de convencerme, sin saber que mi decisión estaba tomada y poco me iba a importar cualquier desviación racial de mis planes.
Fui por ella. Estaba con sus hermanitos en una vitrina con incómodo suelo de reja, y se le veía asustada. Me la dieron, la miré. Todo en ella parecía una pequeña siamés. Sus ojos azules y bizcos, su cuerpo casi enteramente blanco con gris en las orejas y la cola rallada. Me llenó su belleza. Le vi el vientre rosa y tenía una cicatriz reciente, demasiado grande para su pequeñísimo cuerpo. Está operada, se adelantó el vendedor. Entonces nunca podrá tener gatitos, pensé con un dejo de tristeza misma que ahora ha mutado en agradecimiento porque definitivamente ya no hacen falta más animales domésticos infelices, perdidos y abandonados. Por más que estos sean gatos más capaces de vivir en soledad que los perros.
Los animales domésticos han recibido el mismo sufrimiento que una vaca en un matadero, o los pájaros y peces en jaulas, aunque el formato cambie. Habría que operarlos a todos, perros y gatos, durante algunas generaciones mientras se les encuentra hogar. Luego, bajo medidas de control dignas de ellos, dar paso una vez más a los designios de la naturaleza. Así nos haríamos cargo del abandono, única causa de tanto animal callejero. Es lo menos que podríamos hacer por quienes hemos condenado como especie a tanta miseria, pero habría que vérselas con el demonio que en este caso viene a estar fielmente representado por todos los criadores. Ganan millones y millones obligando a hembras a parir sin descanso para luego arrebatarles a los cachorros y venderlos por precios ridículos a gente de la que no tienen la más remota idea. Ellos son el verdadero enemigo. Pero me he desviado del tema.
Le costó acostumbrarse a su nueva vida doméstica. Poco a poco notó que yo no le haría daño, así que se quedaba tranquila conmigo e incluso dormía acurrucada sobre mis piernas. Pero cada vez que entraba otra persona se escondía para no salir más. Luego, mientras fueron pasando las semanas, tomó más confianza a la gente de la casa. Con todo, su natural rechazo a los desconocidos no ha cambiado hasta hoy, mezcla de timidez con verdadero miedo. Tiene preferencias, a veces se acerca a alguien luego de unos minutos desaparecida y otras no lo hace jamás. Es cosa de tiempo, pero el impulso inicial a huir al escondite más cercano es total y constante salvo conmigo. Estoy convencida que esto le viene de un trauma en la infancia. Me bastó conocerla de cachorra para notarlo. ¿Y qué no todos los seres de cualquier especie llevamos impreso hasta el día de nuestra muerte esos primeros momentos que la vida nos arrastra para encontrarnos, antes incluso de ver la luz? ¿No hemos absorbido todos los sentimientos de nuestra madre y cada situación que transcurría tras la pared del útero? Sí, nos llevaremos nuestro inicio hasta el final, como la vieja serpiente que se muerde la cola.
Por motivos de búsqueda personal viajé a Santiago de Chile para vivir. Ella vino conmigo. Trámites con el veterinario, quien la revisó y luego aseguró que estaba en perfecta salud, que ya no crecería más, que sería por siempre pequeña y lo más probable, gordita. Habrá que darle comida de dieta llegado su momento porque hormonalmente va para la obesidad. Largo trayecto de ocho horas en avión, hipotéticamente suavizado con una pastilla que se supone la debía dopar pero sólo entró en parte. Disfracé el medicamento dentro de un pedazo de salchicha que estaba a la mitad cuando la recuperé en su jaula, con las pupilas más dilatadas que Jim Morrison.
Una vez en Santiago hemos vivido en siete lugares diferentes, y eso que sólo llevamos siete años. No analizaré las posibles implicancias de dicha coincidencia, las dejo al libre albedrío de la imaginación lectora. Diré que algunos cambios han sido conscientes y otros inevitables, lo cierto es que más de la mitad de mi vida la he pasado en mudanzas, tanto de país como de casa, y tal vez esa costumbre la llevo en las circunstancias que se me cruzan. Me gusta viajar pero también deseo tener mi nido. Ella lleva esa vida viajera porque está conmigo.
Cada vez que llegamos a un lugar nuevo ella me agradece, con gestos cariñosos y su lenguaje hablado que aunque no utilice mis palabras castellanas ya comprendo. Se siente honrada porque no me separo de ella pase lo que pase, porque todos los momentos difíciles o placenteros los pasamos juntas, porque un nuevo territorio contiene un viejo amigo y las sorpresas nos alcanzan a las dos. Soñamos y trabajamos juntas, respetando nuestras respectivas responsabilidades y espacios. Me llama la atención estos arranques de amor incontrolable cuando nos instalamos en un nuevo lugar. Los gatos en su naturaleza no gozan con los viajes, al contrario, se estresan y asustan, tardan en encontrar esa curiosidad tan característica en ellos, quizás porque sus sentidos los alertan de otras formas. He leído que, entre otros sentidos que no comparten con nosotros, son capaces de percibir los espacios más allá de suelos, paredes y techos. Todo ello conlleva una responsabilidad especial. Es como si viéramos más allá de lo que nuestros limitados ojos humanos nos permiten. Seríamos más precavidos, quizás. O más humildes.
La jaula fue abandonada por una manta donde la arropo cual un recién nacido, un capullo, una oruga o un tamal. Al contrario de lo que sucede con la jaula no llora cuando la traslado así, se queda tranquila, inmovilizada entre mis brazos.
Ella tiene la facultad de la metamorfosis. A veces es mapache, otras lechuza, oso de peluche, humano, paloma y tigre. Se llama Mim por Madame Mim, esa bruja rival del mago Merlín que era muy mala, chistosa y morada. Siempre he amado a Madame Mim y también le he admirado con un tanto de envidia, pues mi profesión frustrada es la de bruja. No lo fui porque no había encontrado a mi maestra, y esa profesión no se aprende en los libros. Ahora me doy cuenta que tengo mi tutora, frente a mí, todos los días. No por nada los antiguos aseguraron que las brujas se disfrazan de gatos. La vida está llena de magia y no es que esta sea algo sobrenatural sino todo lo contrario, está en la naturaleza. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario