Estaba en mi cama leyendo antes
de dormir, lo cual nunca hago porque no alcanzo a avanzar mucho cuando caigo en el sueño más profundo, cosa que sucede segundos después de haber puesto mi
cabeza en la almohada. Pero esa noche tenía entre manos El zorro de arriba y
el zorro de abajo, un libro de José María
Arguedas quien logra conmoverme por la profunda comunión que tiene con la
naturaleza y en especial con los animales. La miré. Ella estaba a mis pies,
durmiendo. Sonreía y su cara era la dulzura misma. Comenzó a hacer ruidos
ínfimos y a sacudir sus extremidades, entonces supe que estaba soñando. No
tenía idea que ellos tienen sueños, en todo este tiempo compartido jamás
sucedió algo similar a lo que estaba ocurriendo en ese instante, una señal de vida
más allá de la consciencia. O quizás no me había fijado lo suficiente.
Como si adivinara mis reflexiones tan
concentradas en ella, cual sustancias inmateriales apuntando su cuerpo redondo,
despertó. Me vio y sostuvo la mirada en mis ojos. Me senté. Se sentó. Ladeé la
cabeza. Ladeó la cabeza. Como en un espejo imperceptibles segundos atrasado,
pude verme en ella. ¿Eres mi alter ego?, le pregunté. ¿Miau?, fue su inmediata
respuesta.
Nos
conocimos hace siete años. Yo me encontraba en ese momento sin mascota y quería
tener un animal, siempre he sentido por ellos un amor incontrolable que me
impulsa a abrazar perros en la calle o a conversar en voz alta con pájaros y
gatos. Como en ese entonces había entrado a la universidad no estaba mucho
tiempo en mi casa, así que la opción del perro quedó descartada porque ellos se
deprimen sin su amo, muchos hasta la muerte. Esa clase depresiones no se cura
con nuestros medicamentos psiquiátricos, la comida o el ejercicio físico. Por
eso los perros en la calle tienen esa mirada de tristeza enloquecida que me
hace estallar dolorosamente el corazón, mirada que se va aclarando si
encuentran alguien que los quiera y se deje querer, pero que siempre queda
impresa en un andar que evidencia sus viajes por el infierno.
Nunca había
tenido un gato verdaderamente cercano, salvo un par de ellos que alguna vez
habitaron la casa de mis padres o mejor dicho el jardín pues tenían prohibido
entrar. Sin embargo supe que debía ser alguien de esta especie. Al margen de la
intuición, cualidad animal que hemos conservado a lo largo de nuestra historia
humana y debe ser ejercitada como el cerebro o cualquier músculo del cuerpo,
los motivos conscientes fueron prácticos. Limpieza, rápido aprendizaje,
admirable capacidad de independencia.
Cuando
se mete algo en mi cabeza no hay nada ni nadie que pueda detenerme. Creo haber
leído en algún lugar sobre los gatos siameses, me parecieron mágicos así que
comencé a hacer averiguaciones para encontrar una camada donde me estaría
esperando ella. Siempre quise que fuera hembra, esto sin ningún motivo en
absoluto, simplemente no me planteé otra posibilidad. Ahora me pregunto si esa
decisión no vendría de la misma intuitiva necesidad para encontrarme con mi
otra yo, en el sentido más animal del término y menos psicoanalítico, esotérico
o literario posible. Por fin me llamaron de una tienda de mascotas a la que
había estado acosando. Les llegaría una camada de gatitos recién destetados, de
tres meses. No eran raza siamés, eso sí, al menos no pura. La madre tenía
sangre intachable, pero el padre hasta ahora les era desconocido. Tal cual, me
encontraba en México apunto de adoptar una gata hija de la chingada, al mejor
estilo de Octavio Paz en El laberinto de la soledad. Están bonitos, me dijo el vendedor tratando de
convencerme, sin saber que mi decisión estaba tomada y poco me iba a importar
cualquier desviación racial de mis planes.
Fui
por ella. Estaba con sus hermanitos en una vitrina con incómodo suelo de reja,
y se le veía asustada. Me la dieron, la miré. Todo en ella parecía una pequeña
siamés. Sus ojos azules y bizcos, su cuerpo casi enteramente blanco con gris en
las orejas y la cola rallada. Me llenó su belleza. Le vi el vientre rosa y
tenía una cicatriz reciente, demasiado grande para su pequeñísimo cuerpo. Está
operada, se adelantó el vendedor. Entonces nunca podrá tener gatitos, pensé con
un dejo de tristeza misma que ahora ha mutado en agradecimiento porque
definitivamente ya no hacen falta más animales domésticos infelices, perdidos y
abandonados. Por más que estos sean gatos más capaces de vivir en soledad que
los perros.
Los animales
domésticos han recibido el mismo sufrimiento que una vaca en un matadero, o los
pájaros y peces en jaulas, aunque el formato cambie. Habría que operarlos a
todos, perros y gatos, durante algunas generaciones mientras se les encuentra
hogar. Luego, bajo medidas de control dignas de ellos, dar paso una vez más a
los designios de la naturaleza. Así nos haríamos cargo del abandono, única
causa de tanto animal callejero. Es lo menos que podríamos hacer por quienes
hemos condenado como especie a tanta miseria, pero habría que vérselas con el
demonio que en este caso viene a estar fielmente representado por todos los
criadores. Ganan millones y millones obligando a hembras a parir sin descanso
para luego arrebatarles a los cachorros y venderlos por precios ridículos a
gente de la que no tienen la más remota idea. Ellos son el verdadero enemigo.
Pero me he desviado del tema.
Le
costó acostumbrarse a su nueva vida doméstica. Poco a poco notó que yo no le
haría daño, así que se quedaba tranquila conmigo e incluso dormía acurrucada
sobre mis piernas. Pero cada vez que entraba otra persona se escondía para no
salir más. Luego, mientras fueron pasando las semanas, tomó más confianza a la
gente de la casa. Con todo, su natural rechazo a los desconocidos no ha
cambiado hasta hoy, mezcla de timidez con verdadero miedo. Tiene preferencias,
a veces se acerca a alguien luego de unos minutos desaparecida y otras no lo
hace jamás. Es cosa de tiempo, pero el impulso inicial a huir al escondite más
cercano es total y constante salvo conmigo. Estoy convencida que esto le viene
de un trauma en la infancia. Me bastó conocerla de cachorra para notarlo. ¿Y
qué no todos los seres de cualquier especie llevamos impreso hasta el día de
nuestra muerte esos primeros momentos que la vida nos arrastra para
encontrarnos, antes incluso de ver la luz? ¿No hemos absorbido todos los
sentimientos de nuestra madre y cada situación que transcurría tras la pared del
útero? Sí, nos llevaremos nuestro inicio hasta el final, como la vieja
serpiente que se muerde la cola.
Por motivos de búsqueda personal
viajé a Santiago de Chile para vivir. Ella vino conmigo. Trámites con el
veterinario, quien la revisó y luego aseguró que estaba en perfecta salud, que
ya no crecería más, que sería por siempre pequeña y lo más probable, gordita.
Habrá que darle comida de dieta llegado su momento porque hormonalmente va para
la obesidad. Largo trayecto de ocho horas en avión, hipotéticamente suavizado
con una pastilla que se supone la debía dopar pero sólo entró en parte.
Disfracé el medicamento dentro de un pedazo de salchicha que estaba a la mitad
cuando la recuperé en su jaula, con las pupilas más dilatadas que Jim Morrison.
Una
vez en Santiago hemos vivido en siete lugares diferentes, y eso que sólo
llevamos siete años. No analizaré las posibles implicancias de dicha
coincidencia, las dejo al libre albedrío de la imaginación lectora. Diré que
algunos cambios han sido conscientes y otros inevitables, lo cierto es que más
de la mitad de mi vida la he pasado en mudanzas, tanto de país como de casa, y
tal vez esa costumbre la llevo en las circunstancias que se me cruzan. Me gusta
viajar pero también deseo tener mi nido. Ella lleva esa vida viajera porque
está conmigo.
Cada vez que
llegamos a un lugar nuevo ella me agradece, con gestos cariñosos y su lenguaje
hablado que aunque no utilice mis palabras castellanas ya comprendo. Se siente
honrada porque no me separo de ella pase lo que pase, porque todos los momentos
difíciles o placenteros los pasamos juntas, porque un nuevo territorio contiene
un viejo amigo y las sorpresas nos alcanzan a las dos. Soñamos y trabajamos
juntas, respetando nuestras respectivas responsabilidades y espacios. Me llama
la atención estos arranques de amor incontrolable cuando nos instalamos en un
nuevo lugar. Los gatos en su naturaleza no gozan con los viajes, al contrario,
se estresan y asustan, tardan en encontrar esa curiosidad tan característica en
ellos, quizás porque sus sentidos los alertan de otras formas. He leído que,
entre otros sentidos que no comparten con nosotros, son capaces de percibir los
espacios más allá de suelos, paredes y techos. Todo ello conlleva una
responsabilidad especial. Es como si viéramos más allá de lo que nuestros
limitados ojos humanos nos permiten. Seríamos más precavidos, quizás. O más
humildes.
La
jaula fue abandonada por una manta donde la arropo cual un recién nacido, un
capullo, una oruga o un tamal. Al contrario de lo que sucede con la jaula no
llora cuando la traslado así, se queda tranquila, inmovilizada entre mis
brazos.
Ella
tiene la facultad de la metamorfosis. A veces es mapache, otras lechuza, oso de
peluche, humano, paloma y tigre. Se llama Mim por Madame Mim, esa bruja rival
del mago Merlín que era muy mala, chistosa y morada. Siempre he amado a Madame
Mim y también le he admirado con un tanto de envidia, pues mi profesión
frustrada es la de bruja. No lo fui porque no había encontrado a mi maestra, y
esa profesión no se aprende en los libros. Ahora me doy cuenta que tengo mi
tutora, frente a mí, todos los días. No por nada los antiguos aseguraron que
las brujas se disfrazan de gatos. La vida está llena de magia y no es que esta
sea algo sobrenatural sino todo lo contrario, está en la naturaleza.
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