jueves, 30 de junio de 2011

La Marilyn

(Publicado en Contemporary Literary Horizon (Rumania))


"La imperfección es la belleza,

y es mejor ser absolutamente ridículo que absolutamente aburrido”.

M. M.

Catorce años atrás comenzó a entrar en mi vida, lenta pero abrumadoramente. Recuerdo haber estado dentro de una pista de baile. En la escuela nos dejaban festejar cuando el año había finalizado. Arrastrábamos mesas y sillas hacia los costados de la sala, preparábamos un buffet de comida chatarra, poníamos música. Los hombres hacían una línea y las mujeres otra, frente a frente, bien separados por dos metros de distancia. Nadie inventó esa norma social a la que nos cuadrábamos cada vez, pero ahora era ella quien había salido con la idea y a todos les pareció una ocurrencia genial. Cuando mi cuerpo se iba con la música, ella reía o secreteaba qué se yo en el oído más cercano. Quise saber quién era. La respuesta llegó en una revista para niñas pre adolescentes de contenidos insospechados. Aprende a elegir tu bikini ideal, 10 secretos para tener unas manos perfectas, Test: ¿Estás lista para seducir a ese chico? y más cosas así. Yo leía el encabezado de cada artículo con una mezcla de compromiso y aprehensión, definitivamente incómoda pero confiada en cumplir mi rol. Pasando las páginas me encontré con su cara. Ahí estaba, sí, era ella sin duda. La mismísima Marilyn Monroe. Perfectamente rubia (¿Cómo se peina así?, siempre quise saber), perfectamente esbelta, perfectamente vestida y, por supuesto, perfectamente luminosa en su perfecta y plateada sonrisa. Escalofríos. Sentí que me miraba por detrás de la espalda. Escuché su voz susurrante. Sabía que no era posible tal cosa, pero no lo pude evitar. Me vi pequeñísima, ingenua, tan poca cosa al lado de una suave tigresa rosada como ella. Al mismo tiempo vi cómo los niños de mi edad me observaban de manera extraña, y me vi disfrutándolo. Vi los pellizcos de carne apuntando hacia delante desde mi pecho. Vi la línea de mi torso amenazando pronto con ser cintura. Chocando con las orillas de las cosas y de la gente, vi mis extremidades estiradas y sueltas. Como si no hubiera nada adentro que las rellenara. Como si mi carne fuera trapo y mis huesos apenas unos retazos de algodón perdidos. Deseé con todas mis fuerzas salir corriendo a la calle y gritar hasta que mi garganta doliera, pero seguí hojeando.

Un día me la encontré de frente, barriendo de arriba abajo mi pobre figura, tan concentrada que temí romper el curso de su análisis. Pues ahora ella iba a hablarme, y no porque quisiera decir algo en particular, sino porque la situación lo exigía. El riesgo engordaba con cada microsegundo. La eliminación de la hipocresía estaba a un amenazante paso de distancia. Pero ella siempre fue más rápida. De un salto se puso a mi lado, tomándome el brazo. Así caminamos, los alumnos en un túnel silencioso y atento a nuestros pasos. Flotando entre su falda vaporosa y su olor a caramelo, soltó un discurso entre risas y confesiones sobre su familia, su casa en el norte, su trabajo de actriz, modelo y cantante, su perrita que iba a la peluquería cada dos semanas, sus fieles pretendientes universitarios, su depilación por láser y su amante de turno. Cuando llegó a este punto se detuvo. Me miró, seria. ¿Sabes cómo besa? Tiene una lengua parecida al pescado añejo. Pero me da lo que quiero. Sí, soy muy linda. Muy linda en todo el mundo. Quizás linda en el universo, nunca sabremos. Pero hay otras como yo. Bellas incluso más que yo. ¿Te imaginas? Pero sí, y él me da todo lo que ellas no tienen.

Era una estrella. Íbamos a fiestas para quinceañeros en discotecas diurnas. Cientos de niñitos ricos ahogados en alcohol y, cuando las cosas se ponían buenas, puñetazos. Como fondo, una interminable antología con música chatarra del momento. Al entrar alguien te pasaba una lata. Mi primera vez la tomé sin esperar el ron entre las burbujas frutosas. Ella se dio cuenta y me sonrió con cariño. Bailábamos en la pista La vida loca, abrazadas, a veces frente a chicos perfumados, engominados, calzados en zapatos de misa dominical. Estaban locos por Marilyn, y yo con ellos. Mis tesoros físicos se convertían en un simulacro, un ensayo escolar, una lección aprendida de memoria. Y las conversaciones siempre iguales. Hola ¿Cómo estás? ¡Bien!, ¿y tú? ¡Bien! Punto. Pero en ella todas las palabras fluían, acariciaban centelleando en invasión de cosquillitas a las que sin más te hacías adicto. A su lado el hombre más insípido -al que aun no terminaban de salirle los pelos o al que nunca había tenido contacto con el sexo mas que en el porno compartido entre amigos, los de la personalidad más desgarbada y los prepotentes por cobardes, quienes no sabían quién era Octavio Paz pero enlistaban de memoria los futbolistas del mundial- parecían hombres completos, seres sensibles pero con carácter. Mientras tanto, yo observaba con la sensación de estar tras una pantalla de televisión. Ellos eran gente de mundo, pensaba para mis adentros, y yo una pálida fantasmagoría. Así se nos pasaban las horas, encantadas por las endorfinas del baile. Algunas veces sucedieron cosas. El escolar ganador no dejaba de llamar al día siguiente. Escribía tiernos mensajes en los celulares de Marilyn con sus deditos babosos, le mandaba serenatas, globos y flores de peluche que se acomodaban entre su casa, su familia y su perra. Era cierto. Todo a su alrededor brillaba. Y si uno estaba cerca, bueno, uno brillaba también.

Un día se enamoró. Supongo que el tipo era inteligente, nunca crucé con él mas que las palabras pautadas. Sin que ella lo dijera, nos fuimos enterando de cada detalle. Él llegaba a su cama, de noche, tras haber trepado hasta su ventana, y se metía primero entre las sábanas, el camisón y las piernas. La sorbía, apretaba, torcía, empujaba, revolvía y dejaba marinando en sus propios jugos. Después se iba sin dejar de desnudarla, contándole a sus amigos de su cara sin maquillaje, diciéndoles que era gustosa pero en nada parecida a la de la pista de baile, que lloraba a veces, que su pelo no era rubio en verdad, que olía a carne y sabía salado, que era más fácil de llevar al orgasmo que cualquier otra. La mejor amiga de Marilyn lo recibía cada madrugada. Era quien más disfrutó con esas historias. Él se las contaba despacito mientras le hacía el amor, confundido, porque a quien amaba en verdad era a Marilyn, pero no podía dejar de meter sus manos en ese otro cuerpo. Sentía asco y placer de su asco. No pudo parar.

Pese a todo, ella no cambió. Resistía. Tal vez un ligero aire de dureza muy por debajo de la soltura con que se manejaba frente a todos. Algo opaco en sus ojos, pero no demasiado como para disminuirlos. La desconfianza tras una gentileza auto impuesta. Los diamantes, los vestidos de diseñador, la pintura en las uñas, esa mirada entre lánguida y pícara, todo seguía ahí, pero daba la sensación de que el tiempo había pasado por encima, deslavándola. Ahora pienso que tal vez era yo quien cambiaba sin notarlo. Lo único que me detenía en la pista de baile era ella, pero terminé abandonándola como todos.

Crecimos, nos casamos, trabajamos, hicimos de nuestra vida algo parecido a lo que queríamos de ella. Dicen que brilló hasta el final, cuando se metió una sobredosis de pastillas. Que logró morir. Pero yo no lo creo, y encuentro constantemente su rastro. Me escondo de ella, pero cuando veo una pista de baile entro con la esperanza de encontrarla. A veces la veo echada a todo lo largo entre conversaciones falsas. Cada vez que hablo con alguien me sale con que su casa esto, su familia tal o su trabajo aquello. La tristeza llena hasta el borde del pánico. Porque sólo ella sabe decir esas palabras sin vaciarlas de sentido. Porque todo decanta en una imitación grotesca. Porque ya no somos más que copias maltrechas. Porque nada sale de la boca de nadie. Y me voy secando de tanta vida muerta.



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