miércoles, 25 de mayo de 2011

Certeza


Hoy, Raúl no sale de la cama. No más. Sus piernas pesan, incluso es incómodo tener que situarlas en diferentes posturas para que no se le acalambren. Su cabeza, sin embargo, se siente cómoda así, hundida en los abrazos del colchón. No es que tenga sueño en particular, podría dormir si es que le vinieran ganas, la mayor parte del tiempo está simplemente acostado con la mente en blanco, considerando que el blanco, eso recuerda él, contiene en sí todos los colores.

Su mujer entra y le sonríe compasiva. Luego se acerca a la cama y ahí se queda, con su mano en la mano de él, mirándolo, sonriéndole. Él le devuelve la mirada con naturalidad, pero intensamente, en una resolución que parece tener sobre la mujer un sentido de mal agüero, porque de pronto su rostro cobra una seriedad serena y firme. Dice dímelo, por favor, por favor dímelo, que sea lo que sea. Él le acaricia el brazo mientras responde que no se levantará más. ¿Estás enfermo?, le pregunta ella sin obtener respuesta. Entonces se sume en un mutismo acompañado de un tono pálido verdoso que de pronto le invade la cara. Se pone de pie. Su muslo cubierto a la mitad por una falda gris se dibuja perfecto, y Raúl puede ver de pronto las horas de gimnasio en esas contorneadas piernas. Así está, parada frente al costado de la cama. Un poco más allá la ventana entrecerrada por cortinas de tul. La alcanzan sombras de luz. Raúl yace boca abajo, con la cabeza de lado, los brazos en posición de levantar una pesa, pero lánguidos, una pierna estirada, la otra doblándose como una flecha que apunta hacia la mujer, su boca un poco abierta. Ella sale de su parálisis, va con pasos firmes hacia la ventana, abre las cortinas dejando entrar un día que a Raúl le parece bello al cerrar los ojos.

Luego de un primer descanso suena el teléfono. Raúl escucha murmullos. De pronto por la voz de su mujer comprende que es su jefe quien llama. Ella entra al cuarto y le deja el teléfono en la mano. Raúl responde. Qué le pasa, qué le hizo a su esposa, está como poseída, dice que no se levanta de la cama. Es cierto, responde Raúl con una voz que incluso él observa como ajena. Cierto qué, dice el jefe e inmediatamente se calla. El silencio se siente gordo, pesado, acaparador. El jefe deja pasar los segundos como caracoles que van dejando un rastro brillante, luego carraspea y le dice atropelladamente debe ser bien huevón, o bien hijo de puta, si cree que me la voy a mamar con las excentricidades de cada quién. Viene ahora porque sí, le necesitamos desde la mañana urgente en redacción. Cuelga el teléfono pero curiosamente vuelve a llamar, y la mujer entra a responder, y Raúl se imagina que la utiliza de mensajera gritándole toda serie de advertencias porque ella repite sí, sí, sí, cuelga y se desmaya.

El silencio entra de nuevo en el cuarto de Raúl como un manto que por primera vez en una muy larga noche ha decidido arroparlo. Él lo saborea, hundiéndose en la certeza de un momento especial. Dormita, despierta, en algún momento ya no está su mujer en el suelo, en otro quizás las paredes retumbando en patadas o golpes de puños gigantescos. La luz baila lento sobre él, es una lengua gorda y glotona.

Al atardecer entran sus hijos, dos adolescentes con trajes de fútbol llenos de tierra. Se lo quedan mirando con rostros para Raúl indescifrables. Ambos en sintonía, ambos una sola cara entrando por la puerta de su cuarto, asomándose por mera curiosidad. Experimenta una inquietud de vísceras que chillan desesperadamente. Pero Raúl mira a los hijos sin ya hacer consciencia de su propia postura en la cama, olvidándose casi por completo del cuerpo que tiene ahí tumbado. No es que esa lejanía de sí mismo fuera repentina, piensa a la pasada, lleva días así o quizás años, cómo saberlo. Su hijo más joven cierra los ojos muy fuerte, la altura de su cara se transforma en dos volcanes vistos desde abajo, pues de sus ojos salen lágrimas enrojecidas por el ocaso, los puños están apretados y las venas infladas a reventar. Algo desconcertado, Raúl mira la escena con más atención. Poco a poco se empieza a fijar en los extremos de la imagen, una sutil línea negra que lo circunda todo, ¿o es otra ilusión óptica producto del atardecer? Pero, constata, hay una línea que envuelve la visión de los dos jóvenes, una línea que muy lento pareciera engordar en sí misma hasta encuadrar su toma. Detrás de una pantalla Raúl observa a sus hijos, el recorte que producen los cuerpos en las líneas del closet, las pecas como el color de la madera, el pelo travieso ondeando en espirales libres, así los observa. El primero abre los ojos de golpe, se sacude y sale de ahí produciendo desde su garganta un sonido que se hace cada vez más agudo, como un alfiler, dejando al mayor sólo frente a Raúl, y como si no hubiera otra salida para él, pues se ve algo incómodo, acerca una silla y comienza a hablarle a su padre palabras que Raúl ya no alcanza a escuchar totalmente. El hambre resuena sin cesar pero no lo llama. Es sólo un cántico lejano que habla de ritos vividos en otras épocas.

Lo que después sucede Raúl no podría asegurarlo, pero parece que entra el jefe y desaparece rodeado de portazos, parece que llegan sus padres y se acuestan junto a él, parece que su mujer varias veces le susurra cosas al oído, parece que a su alrededor se congregan tumultos abultados, clics y flashes, parece que en un momento tratan de sacarlo de la cama a la fuerza y él grita no no por favor no, como si lo fueran a quemar, parece que la cama se mueve y él sigue suplicando hasta volver a la quietud de su cuarto, parece que luego entra en un silencio de lo más absoluto en la oscuridad pantanosa, parece que vuelve su mujer y le dice llamaría a un doctor pero vas a parar al manicomio, parece preguntarle qué es lo que quieres, y parece que comprende la respuesta aunque no hay una, pues Raúl escucha movimientos apurados y luego una puerta que se cierra. Se queda entonces así, acostado en su cama. No sale más.



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