miércoles, 3 de noviembre de 2010

Despedidas

La mujer se despidió de su esposo. En silencio, frente al ataúd que contenía el cuerpo de un hombre con quien había compartido sesenta años, repasó por última vez cada uno de los momentos que ella consideraba dignos de atesorar. Descubría que todas las amarguras se habían desdibujado. La irritabilidad, las penurias económicas o sus propios celos eran ahora tropiezos demasiado insignificantes que enaltecían la marcha de esa unión poderosa. Le costaba disimular una sonrisa rebelde en su cara (el llanto desconsolado de los presentes exigía un cierto respeto). Dio media vuelta y subió las escaleras en dirección a su recámara.

Acostada en la cama, contaba los minutos restantes para que la gente se fuera y ella pudiera quedar a solas con su risa. Ese era su único deseo. Ya no le asustaba la idea de morir. Había logrado alcanzar todo lo que alguna vez buscó. Sintió una fuerza que levantaba su pecho en una contorsión inusual. Con los ojos cerrados, veía el centro de su psique. Esos círculos de colores convergían en un punto muy luminoso que la llamaba a seguir adelante, por lo que abrió los ojos trabajosamente.

La caja estaba en el piso del armario. Previendo el descuido de su esposo, ella había tenido la iniciativa de guardar todo el material de prensa que se había escrito en torno al trabajo de ese hombre. La tapa se abrió luego de un forcejeo que ella quiso atribuir a la artritis. Tomó los recortes de papeles en sus manos con orgullo. La certeza de que, gracias a su constante fe en el talento, había logrado hacer de él un personaje histórico, la embriagaba de satisfacción.

Descubrió que muchos artículos allí atesorados le eran desconocidos. En su momento, la necesidad de recopilar esos registros periodísticos había sido por mucho mayor al interés por leer el contenido casi siempre violentamente superficial. Leía ahora con atención esas letras reunidas allí para configurar la imagen de su hombre. Cada una de ellas acariciaba tiernamente ese amor. Repasó entonces una entrevista realizada poco antes de que ellos se encontraran por primera vez. En un presentimiento inexplicable, su mirada se movió rápido por las letras, apurada, buscando algo que aún le era desconocido. Entonces, de pronto, se estremeció.

Puso la revista con cuidado dentro de su caja, pero no cerró la tapa. Se quitó la ropa, doblando cada prenda en medio de la cama. Se metió a la ducha y, subiendo la temperatura hasta el límite de lo intolerable, dejó que el agua golpeara su pecho. Sólo entonces se permitió llorar. Los mocos y el chorro hirviendo se confundían en una sola corriente de dolor. Se preocupó eso sí de no gritar ni sollozar. Cada uno de esos espasmos eran sonidos que el agua viva silenciaba en su propio bullicio. Una vez que las fuerzas abandonaron su cuerpo salió del baño. Con sus manos aun mojadas, sin prisa, escribió en un cuaderno estas palabras:

Querer sentirse especial/ Existe esa tendencia en el ser humano/ Como cuando tu mamá te dice que fuiste la mejor/ Como cuando el novio te asegura haber sido la única/ Somos débiles frente a la adulación/ Creemos contar con una sana desconfianza/ pero nos vemos desarmados/ en lo que se refiere a las propias perfecciones/ Es bueno sentir el peso de la ínfima existencia/ Descubrir que no somos los mejores ni los únicos/ Bienvenido sea el dolor/ Y que la amargura pase naturalmente/ dejando tras de sí/ sólo la certeza de nuestra vulgaridad


Noviembre / 2010

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