lunes, 8 de noviembre de 2010

Éxito

Todos los primeros sábados del mes tocaba su saxofón en el mismo lugar donde solía presentarse John Coltrane durante sus primeros días musicales. Era un pequeño espacio que había pasado de ser un antro de mala muerte a un referente indispensable para los circuitos de la alta clase artística y los ociosos con exorbitantes herencias. Las luces imprimían su cara de rojos y naranjas que lo hacían parecer un primitivo guerrero africano. En la tercera melodía las gotas de sudor empezaban a acariciar su cuerpo, dejando caer con ellas todo el peso de la infaltable sensación de ansiedad. Allí, parado en medio del piano, la guitarra y el contrabajo, sentía surgir en él una esencia divina frente a la cual era responsable de hacerse cargo.

Las notas viajaban desde la boca majestuosa de su instrumento hasta las mesas, rozando levemente las copas de martinis y camparis. Cada objeto presente era parte de una orquesta más allá del escenario. Acariciaba el sax con firmeza, como conquistándolo por primera vez, y él vibraba locamente obligando a las suelas de los zapatos a seguir el ritmo. Percusiones se sumaban entonces al descontrol de los sonidos. Por momentos, la escena se congelaba frente a sus ojos mientras él seguía liderando con fuerza el compás de cada canción. Se separaba de su cuerpo, y podía verse a sí mismo en el centro de una escena explosiva. Observaba su papel protagónico de lejos. Sus manos ágiles y ansiosas, su torso bamboleante, sus ojos muy abiertos. Y, en medio de un silencio secreto, se preguntaba cómo llegó hasta ahí.

Lo cierto es que había conseguido sin esfuerzo lo que muchos persiguen toda su vida saboreando luego de cada intento el agrio sabor del fracaso. El éxito fue como una mujer que le abrió las piernas a penas lo vio entrar por la puerta del deseo. Y él se entregó a cada momento sin detenerse en la duda. El público se daba cuenta de ese poco frecuente milagro donde el talento, la suerte y el trabajo duro entrelazan sus manos para siempre. Por eso nunca le faltaron aplausos en los destinos remotos de sus giras. Los hacía felices y, a cambio, ellos le entregaban admiración y respeto. A muy temprana edad tomó la decisión de no unir su vida con la de otra persona. Sin embargo, el amor no le faltó. Tampoco los amigos, con quienes había compartido los momentos más dichosos y oscuros de su existencia. Era libre, y había conquistado sólo esa libertad.

El primer sábado de cada mes, parado en escena, él hacía un repaso de sí mismo. Sentía que la edad se trepaba en su cuerpo como una salamandra, mimetizándose con su antigua piel y sus antiguos sentimientos. Pese a los inevitables cambios que la edad trae consigo, finalmente siempre llegaba a las mismas conclusiones. Al tocar los últimos acordes volvía en sí. Saludaba sin prisa a cada uno de los presentes que se acercaban para decirle en secreto algunas palabras, pedirle un autógrafo o simplemente abrazarlo. Su sonrisa era genuina. Con el maletín que lo había acompañado en todos los caminos, demasiado cansado para quedarse a tomar unos tragos con sus compañeros, se iba a dormir a un hotel conocido.

Todas las noches soñaba con ser otra persona.


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