domingo, 24 de febrero de 2013

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Vieron la primera rata a través la ventana. Alguna niña gritó y todas corrieron a asomarse. Ahí estaba, perfectamente tranquila. No parecía apresurada y nerviosa como cuando su especie se encuentra con la nuestra. Alrededor las otras chicas hacían su clase de gimnasia sin notar el roedor que se paseaba como si ese fuera su verdadero hogar. Daba lento cada paso, de frente, ajena a las respiraciones contenidas y el súbito silencio de la multitud tras el cristal. Su pelo era tan negro y seboso que las cosas se reflejaban en él, captando todos los claroscuros del lugar. Cubría un cuerpo aparentemente joven y robusto, bien alimentado, que terminaba en la cola de anillos rosados y perfectos. Sus patas, rasgando un ruido lejano pero persistente, ya no sostenían ese cuerpo, y se le iban doblando los dedos.
            No se sabe cuánto tiempo hubo en ese camino tambaleante de la rata moribunda,  pero pareció una eternidad que se vino abajo cuando alguien golpeó el vidrio y todas alrededor se dieron cuenta de la escena. Se escuchó un grito agudo, muchas corrieron, el profe daba indicaciones que nadie escuchó. El animal quiso correr pero parecía que estaba dentro de esas pesadillas donde la cámara lenta se impone y por más que tratas no alcanzas la velocidad natural de tu cuerpo. Las colegialas adolescentes entraron en pánico, atropellándose abandonaron la cancha y se pegaron a la pared lo más que pudieron dentro de una verdadera histeria colectiva muy oportuna porque al parecer nadie quería tener clases ese día. Pronto las risas le ganaron a los gritos. Entonces la escena se suspendió.
Desde la ventana Lali recuerda las huellas en el patio de tierra que meses atrás aparecieron, y le duele el estómago. Ese momento sirvió para que se hicieran chistes ahora legendarios como que el Liceo era un gran y profundo water, pero como si fuera un pacto silencioso todas prefirieron pensar que eran de gato. Luego las cacas comenzaron a aparecer por todas partes. En los baños, el laboratorio y el gimnasio, debajo de las sillas y sobre todo en las esquinas que unen la pared con el suelo. Los gatos sólo cagan en la tierra, jamás en el piso, se atrevió a decir una planteando así lo que nadie quería escuchar. El siguiente placebo fue echarle la culpa a las palomas pero bastó comparar ambos excrementos para que esta posibilidad se desechara. Lo que entonces tenían en frente eran diminutas y ordenadas bolitas cafés en fila india, sin esa cosa blanca y las infaltables plumas que dejan las bien llamadas ratas con alas.
Un día llegaron al comedor y ahí estaban las pruebas. Comenzaron a averiguar, alguien hizo un registro de fotografías. Se convirtieron en unas expertas dentro de lo que podría llamarse el arte de identificar heces tal como el protagonista de ese cuento escrito por Rubem Fonseca. No recuerdo el título pero lo importante es que en esa ficción un hombre se obsesionó con observar sus deshechos en el escusado y, paulatinamente, fue notando que de maneras oscuras y olorosas estos le mostraban el futuro. Así, creó un arte adivinatorio, una puerta a la predicción, que venía desde adentro de sus tripas. Algo muy parecido sucedió cuando por fin quedó decidida la realidad de esas señales. Quienes se quedaban en las noches decían haber sido partícipes de estampidas que inundaban vertiginosamente los pasillos, buscando los restos comestibles del día. Eso era el reino de los roedores.
Como todas las buenas historias, esta corrió a la velocidad de la luz. Leyeron los hechos como una extraña y profunda alerta de que había llegado el momento. “Aquí hay ratones”, fue su lema al pararse frente a la puerta de entrada con sus cartelitos en mano y los uniformes pintados. Podían cerrarles la puerta en la espalda pero definitivamente ahí iban a quedarse hasta que algo sucediera. La respuesta fue cercana a lo que ellas esperaban. Les dijeron que no era cierto, “Todos los requisitos de salubridad han sido aprobados, algún animalillo entrará porque estamos tan cerca del río que es una cloaca pero aquí no hay peste ni sobrepoblación ni cacas en todas partes ni nada de nada.” Así que volvieron. Los profesores, la directora y el señor alcalde no les hicieron caso, en apariencia, pero alguien puso el veneno.
 Lali pensaba en esto frente a la imagen de la rata moribunda. Apelmazada entre los otros desde la ventana ahora abierta y vacía, porque casi todas aprovecharon la oportunidad para salir del soporífero salón de clases, en el extremo contrario pudo ver cómo el animal con su último esfuerzo se paraba en dos patas, ayudándose con la mesa unos segundos para luego desplomarse, desinflándose completamente hasta quedar a nivel del suelo. El esqueleto de esos roedores es muy flexible, por eso siempre se dice -y es cierto- que pueden meterse donde sea, incluidas las puertas cerradas, recuperando sin problemas su volumen al cruzar. Ahora nada en ella delataba lo que había sido, salvo la cola que aun se movía. Un tío cuidador apareció con la escoba y zás, rata muerta con todo y cola.
Al parecer algo tenían que aprender de esos animales, incluidas sus pistas defecadas, pues se transformaron en un símbolo de fuerza que bien mirado tiene mucho sentido. Como ningún otro mamífero en el planeta, salvo por supuesto la plaga humana, estos animalillos tan temidos y odiados tienen treinta y cuatro millones de años de historia evolutiva. Recorriendo tierras desérticas, mares, montañas y selvas, han logrado instalarse a lo largo de todo el planeta Tierra salvo en los polos congelados. Son fuertes, ágiles y adaptables. Pueden trepar una pared lisa, aguantar la respiración varios minutos, saltar varias veces su tamaño y reproducirse generosamente. Aunque prefieren ser vegetarianas pueden comerlo todo, literalmente, y aunque en el fondo son pequeñas e indefensas juntas pueden intimidar a cualquier oponente.
Desde el día de la primera rata muerta las cacas fueron reemplazadas por cadáveres y el olor era insoportable. El asco, sin embargo, no era nada comparado al dilema que suponía ser las responsables de una gran e injusta matanza. Eran otros los que debían desaparecer, otros los cambios que se necesitaban con urgencia. Aun así las chicas actuaron indignadas, arrugando sus narices ante los cuerpos peludos de aquellas víctimas y exagerando sus aspavientos de horror. Era, en realidad, el primer y último momento en que las mil trescientas alumnas de esa escuela expresaron en conjunto su intolerancia. El motivo de esa expresión importaba poco, por fin algo iba a suceder. Lo sabían, se sentía en el aire y se escuchaba en todas las conversaciones bajo susurros no muy bien disimulados. Los cuerpos seguían apareciendo, Lali y las otras futuras dirigentes decidieron convocar a una asamblea para actuar con silencio activo. “Buena onda con los ratoncitos, ellos no tienen la culpa y desde ahora serán bienvenidos. Así que manos a la obra chiquillas.” En pocos días todo estaba listo y una mañana de mayo cerraron la puerta con ellas dentro.







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