viernes, 30 de diciembre de 2011

Animalia


Cosas de monos
Marisa no lo puede creer. Un mono camina lentamente hacia ella, luego de atravesar la puerta de entrada con toda naturalidad. Lo hace él solo, sobre sus cuatro patas y cada cierto tiempo se yergue dejando al descubierto su pancita suave y rosada. Primero, Marisa da un brinco hacia atrás, pero su ternura no puede resistir. Es sólo un bebé, eso se nota aunque no fueras un etólogo. Su esposo, que sí lo es, entra después con una sonrisa en la cara. Como cuando van al cine y resulta que la película no fue un gasto a lo bruto de dinero, como cuando se compran el más llamativo juguete sexual, como cuando el cielo se pone rosa fosforescente en esos atardeceres llenos de aceite volátil, como cuando se escucha un sonido de celular no escandaloso sino armónico… en fin, Rodolfo siempre se ha extasiado con las maravillas del mundo ultramoderno y, dentro de sus teorías etológicas, sostiene que los animales son capaces de adaptarse a los medios citadinos y deben ser bien recibidos en ellos por los humanos. Marisa quiere tomar al mono en brazos, pero algo se lo impide; algo que ella no alcanza a nombrar. Quiere extenderle la mano para que el pequeño huela y conozca, pero siente un resquicio de miedo. ¿Qué tal si la muerde? ¿Dolerá? ¿Estará vacunado? Hay que ponerle nombre, dice Rodolfo, su madre murió hoy atropellada. Un accidente imperdonable del nuevo tipo que contratamos como ayudante en la reserva, continúa mientras hace cualquier cosa menos mirarla a los ojos. Pero ella no lo nota, tan absorta está en el monito. Y éste, tímido, se ha ido a un rincón y comienza a meterse en la boca la pelota del gato. Su pelo se ve tan suave, sus ojos negros tan brillantes, sus manos perfectas y expresivas. Es una obra de arte sí una obra de arte de la naturaleza, responde por fin ella, pero no podemos quedárnoslo Rodolfo. Él la mira, por primera vez, y en su mirada está el gesto de quien se percata algo inesperado y desagradable. Toma al mono en sus brazos y se lo acerca. Marisa lo observa, de nuevo, sin animarse a tocarlo, pero el pequeño tiene iniciativa y estira su mano hasta ella. Sus dedos se sienten como si fueran los de un anciano. Inexplicablemente, ella comienza a llorar a gritos. La relación entre Marisa y Rodolfo decae llegando al maltrato más brutal imaginable. Con decir que una semana después, luego de arañarse, patearse y cagarse encima uno al otro, Rodolfo termina tirando al gato por la ventana. El cuerpo del felino es inspeccionado por un veterinario a petición de Marisa, después de todo la caída sólo fue desde un cuarto piso y ella tiene la esperanza de revivirlo. El gato está más muerto que los dinosaurios, pero hay algo en él que llama la atención del doctor: su ano sangra, tiene llagas y heridas infectadas. No sé cómo decírselo señora pero este gatito ha sido violado. Marisa está horrorizada, a éstas alturas cree a Rodolfo capaz de cualquier cosa, y vuelve con los pelos parados a casa para llevarse de ahí al mono que aún no tiene nombre. Pero éste al parecer se ha ido, pues Rodolfo lo está buscando por todas partes con un pedazo de fruta en la mano, truco infalible para hacerlo venir corriendo. La relación de la pareja sana visiblemente. Marisa atribuye la muerte a un error del gato y su ano herido al cerebro perverso de un veterinario con deficiente ética profesional. Poco a poco incluso superan sus buenos días, ella en casa trabajando y él en la reserva volviendo al hogar para comer y coger mejor que nunca. Por las noches, cuando se acuestan y sus oídos están limpios de toda distracción diurna, cuando los estruendos de la ciudad disminuyen hasta transformarse en estática, escuchan el aullido desgarrado de algún gato, pero creen que lo imaginan.

1 comentario:

  1. Él se sienta en un sillón morado. Adentro la tarde se ha ido, afuera quizá siga, no importa. Ella no puede sentarse, no lo desea, y por eso brinca de un lado a otro—la habitación como escenario, como pista de baile. Algo lo corroe. Lo ha olvidado. ¿Debería tener la mirada baja, clavada en la alfombra? Entonces el aparato reproductor reproduce. El tiempo se echa un cigarrillo, dice Bowie. Podría decirlo cualquiera, pero esta vez lo ha dicho él. Y luego su mirada se alza. La inconfundible atmósfera tan peculiar a esos momentos que al instante sabes que se fijarán, que resistirán el desgaste de los días y los embates del olvido, se enciende. Ella estira su mano. No estás sólo, dice ella y/o Bowie. El momento no pertenece a la continuidad temporal, a esa línea ficticia sobre la cual deambulan los personajes que nos hemos creado. Es único. Es mágico. Y es eterno. Él ahora lo sabe y le agradece a ella. Eso es todo. Quizá le envía un saludo a la distancia y le dice que todo fue bien, que no hubo daño y que sobre esa continuidad todo sigue su curso. En ocasiones, algún instante irrumpe y se fija. Y por eso, quizá sólo por eso, todo se llena de sentido.

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