miércoles, 30 de noviembre de 2011

Ladrones de rosas


Nos dijeron que esto iba a cambiarlo todo, le suelto a José mientras caminábamos en el puente que cruza el río. Él estaba especialmente irritable. Si no decía nada, más que nunca reconocía en mí esa tendencia fastidiosa a la ingenuidad, esa capacidad de ánimo tan débil, ese empecinamiento por encontrar el bien en el otro, la absoluta incapacidad de asumir que existe gente malintencionada. Y mucho podía decirle yo, mucho más, y sin duda lo haría, pero no niego que me sentía anticipadamente estúpida. Como si cada palabra por salir de mi boca ya fuera una mala excusa. En fin, y ¿qué se le podía hacer mas que, una vez más, tratar de ser honesta?

El sonido del agua era de una calma inusitada. Normalmente miro al río y se me oprime algo en el pecho, tanta agua desperdiciada, tanta podredumbre en un cuerpo vivo, tanta gaviota perdida. Sé de dónde vienen pero no tengo idea porqué se quedan.

José me mira de reojo, sabe que mi mente está en otro lado y eso lo altera. Trato de encaminar mis fuerzas hacia sus expectativas, trato de quedarme callada y digo es que no puedo entender. Y eso es tan cierto como que el río está a nuestras espaldas. Simplemente no entiendo cómo alguien puede pasar así encima de todo lo que se ha logrado con amor y esfuerzo. Tampoco logro comprender quién saca partido de esas acciones a la larga. Estoy tan confundida que la vereda se me va a los ojos y el toldo del almacén sobre mi cabeza directo a mis pies. Todo se me confunde, se me revuelve. José y su cara de desprecio están ahora mucho más lejos de mí. Sólo la sombra que me hace caer de nuevo a tierra, por unos instantes, para volver a despegar.

Desde hace tiempo me había concentrado en ser autosuficiente, productiva, capaz de sostenerme económicamente yo sola. ¿Y cómo lo había logrado?, optando por valores más varoniles a los que antes me dejaban en la ruina. Esa es la palabra que utilizaba José, varoniles, para sacarme de encima mis mañas y reemplazarlas por verdaderas costumbres laborales. Paso número uno no hacer nada que no me diera a cambio una recompensa material, paso número dos perder el menor tiempo posible y ganar la mayor cantidad de dinero, paso número tres desconfiar de todo y todos, paso número cuatro no contarle a nadie mis ideas, paso número cinco tener más cantidad de tiempo para mí, paso número seis utilizar ese tiempo en acciones que me traigan beneficios personales, paso número siete no ayudar absolutamente a nadie. Ahí se detenía José con una sonrisa, en el número siete. Ahora que lo pienso, era mucho más supersticioso de lo que parecía.

Nos fuimos acercando y yo pensaba en todas estas cosas. Era curioso pues si bien yo guiaba a José, él jamás habría podido llegar a ese lugar sólo o con cualquier otra persona, cualquiera pensaría que yo lo seguía a él. Incluso un tanto adelante iban sus pasos. Entonces se me ocurre hablar, de nuevo, como si no fuera suficiente. Tal vez ya lo sabes, digo, pero dijeron que se ocuparían de ellas e incluso me firmaron una carta. Era cierto, dijeron que entendían la situación y que deseaban solidarizar con la causa, dijeron que reconocían su belleza y su potencial, preguntaron por la manera de ser más útiles y ellos mismos hicieron una oferta.

Cuando llegamos ya no había nada, sólo un pedazo de tierra arrasado. Hace rato que no me fijaba en los ojos de José porque sólo se le veía la nuca. Su mano, eso sí, apretada en un puño lleno de venas hinchadas. Las vendiste, dijo por fin, te vieron la cara de pendeja y eso hiciste. Pero no es lo que más me emputece, con esto terminó, lo que más me encabrona es que valían mucho más.

Miré esa nuca con los mismos ojos que antes la habían amado tanto, los mismos y sin embargo ya otros. José ¿no sientes el olor?, han dejado su olor aunque ya no están.

Un aleteo me abanicó el pelo. La gaviota picoteó las semillas que aún no brotaban.

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