jueves, 17 de noviembre de 2011

Fobia


Enloquece cada vez que se topa con una araña, un mosquito, incluso una hormiga. Cada vez que franquean las puertas de su casa lucha entre las ganas de reventarlo con la suela de su zapato y la urgencia por salir corriendo despavorido. El resultado es una mezcla de ambas. Chilla, huye, vuelve y zas, le da un pisotón sintiendo que los escalofríos lo recorren desde la planta del pie tan cercana al cadáver hasta la punta del pelo. Tras salir y limpiar los restos en el pasto, la sensación de alivio es lo más placentero que ha experimentado jamás. Eso hasta que se entera de que los bichos vienen del jardín. Entonces va al baño, usa el papel higiénico, tira la cadena del escusado, y se queda en absoluta perturbación.

Nadie le ha enseñado a odiar, en sus seis años nunca escuchó a sus papás diciendo cuidado con esa abeja o a uno de sus compañeros gritar cuando ve una mosca. Simplemente le sucede. Hay algo en lo diminuto de esos seres que le saca de quicio. Sabe que son capaces de meterse donde sea, desde su nariz u orejas hasta cruzar por debajo de cualquier puerta cerrada. Él puede estar durmiendo tranquilo y mientras tanto ellos caminando por ahí, amenazando con acercarse demasiado. Y no dan señales, nada se mueve con su presencia, por eso tiene que estar muy atento y reaccionar rápido.

Está seguro de que el terror y el asco le viene por esos movimientos acelerados, pequeñísimos, con que los insectos avanzan por la vida. Incluso una mariposa, que es muy parecida a una flor, soltará marchas frenéticas con sus patitas si la toma con sus manos y cuando confunde a una libélula con un hada se sorprende con lo mecánico de su vuelo. Como en una pesadilla, va pensando él, donde los cuerpos se desplazan de una manera tan extraña mezclando el efecto de la cámara lenta con otra desquiciadamente acelerada.

Para este punto ya han pasado años, y el tiempo no aminora su fobia. Al contrario, llega un momento en que tiene su propia casa y se gasta buena parte de su presupuesto en probar toda la industria de insecticidas. Es entonces cuando cree tener un sueño demoníaco, tal vez a raíz de su lectura al maldito libro de ese escritor astrohúngaro. Cuando despierta no lo recuerda muy bien, pero está sudando frío y le llegan imágenes de patas peludas y babas y membranas y muchos ojos a la vez. Se queda mareado encima de su cama, pensando que es la pesadilla más aterradora en su vida. Pero curiosamente sólo logra pensar, y no sentir, ese pánico que reconoce debiera apoderarse de él.

Noche. Humedad. Sale descalzo al jardín. Recuerda que ha olvidado llamar a los fumigadores este mes. Camina hasta tocar el pasto y ahí se detiene. Escucha ruidos mínimos entre las plantas sintiéndose feliz.

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