jueves, 13 de octubre de 2011

Mujeres perdidas


Acabo de encontrarme con un rostro en la pared. Era menos que sombra, la decantación del no color que proyectan los objetos contra la luz. Tampoco se movía demasiado pero se desplazaba de forma ínfima, lo suficiente como para que mis ojos no lograran capturar la imagen. Ni siquiera pude hacerme la primera pregunta básica, ¿quién es?, porque todos mis sentidos estaban por completo ocupados en seguir la trayectoria mínima de algo a punto de difuminarse. Tengo un momento de existir, frente a la pared, en mi cuerpo que se balancea. Porque esa sombra no es más que yo misma, mujer perdida, aunque tardé en descubrirlo. Mucho más de lo que me atrevo a describir ahora.

Cuando vi por primera vez a Sofía Coppola se le notaban los nervios a la pobre. Tan preocupada por figurar en las películas de su padre que en vida ya eran un clásico. Pero quién iba a decir que en ese preciso instante la cosa se iba a venir abajo, justo en su momento de luz y estrella, coqueteándole al Andy García con su pelo largísimo perfectamente cuidado, hinchando los labios, haciendo la hija de Michael Corleone. Lamentable ver que una actriz produzca vergüenza ajena, pero fue así, más allá del guión flojo y las insípidas peripecias fue más que nada su aparición lo que hizo a The Godfather III (1990) un bodrio. Cuando por fin la asesinan, don Pacino da alaridos de dolor mientras uno brinca feliz frente a la pantalla. Pero es demasiado tarde, y a la película le falta poco para poder levantarse antes de terminar.

Todas caemos, y todas nos perdemos, pero cuando esto sucede a consciencia el caos se vuelve inspiración. Entonces prefiero pensar que su verdadera entrada fue tiempo después, bajo las nalgas de Scarlett Johansson como Charlotte. Y a diferencia de los futuros papeles de ésta actriz donde sus atributos sexuales sí son lo que más importa, aquí el comienzo deja paso a algo más misterioso. Una mujer joven de paseo gratuito por Tokio, acompañando a su esposo que está de trabajo, mirando de frente algo que ella no tiene. Una pasión, un oficio o a lo griego un arte –pues qué oficio bien hecho no merece ser arte- en fin, algo para lo que levantarse todas las mañanas. Y eso se esconde de ella, detrás de cada esquina de su mente bien equipada. Charlotte está a punto de morir, espiritualmente hablando. Lost in Translation (2003), perdida, más desfalleciente que Bob Harris (Bill Murray), con quien por fin se irá levantando mientras ella lo impulsa también a él. Pues éste sabe lo que quiere de la vida, debería estar haciendo una obra en algún lugar y no vendiendo mal whiskey para un comercial japonés. “No sé qué es lo que se supone tengo que hacer”, dice ella. “Traté de escribir pero odio lo que escribo. Traté de tomar fotos pero eran tan mediocres. Toda chica pasa por una época de fotografía, ya sabes, como los caballos”. El consejo que le da Bob es interesante: “Sigue escribiendo”.

Prefiero pensarla así, por supuesto, prefiero pensarnos a todas nosotras en los mejores momentos, en los más brillantes, aún estando decaídas y oscuras. Pues no olvidemos que de los períodos en oscuridad pueden surgir grandes cosas, la creatividad entre ellas. Sí, porque al ir hacia atrás para detenerme en unas Virgin Suicides (1999) tengo que decir, Sofía, te equivocaste. Demasiado blancas y predecibles esas chicas, demasiado fácil su descontento, demasiado forzado el centro en su psicología y no en el narrador, en el verdadero creador de esta historia: un preadolescente calentón que goza espiando las vidas de sus inalcanzables vecinas. Aquí tengo que coincidir con quien dice que el libro tuvo que ser mejor que esta película. Pues al verla queda esa sensación de que la historia puede contener algo más que la cinta simplemente no alcanza. Porque está desviada de su foco. Las mujeres perdidas no son el centro real, aunque lo parezcan, y no pasan de ser sombras de una fantasía mucho más importante.

Porque como la reina que todas llevamos dentro hay una soledad verdadera, la que alcanza niveles más profundos, esa de saberse absolutamente acompañada en todos los rincones físicos de la existencia pero no tener a nadie con quien compartir algo real y trascendente. La Marie Antoinette (2006) es real justamente por eso, porque no está perdida en un tiempo y espacio artificialmente adjudicado por la historia. Es de carne y hueso, es una chica en su plena adolescencia que tiene pajaritos en la cabeza y sólo piensa en vestidos y zapatos. Pero qué sucede cuando a una chica así se le adjudica una responsabilidad tamaño gigante para cualquier persona por más preparada que esté. Sucede que terminan colgándola, de seguro, gente que está harta de tanta injusticia y que en su desesperación usa la violencia como único medio de salida. Y cuando miramos la historia por dentro es tan escalofriante, pues nos sabemos frente a un rincón nuestro, y nos acercamos más a quienes sólo queremos mirar en impenetrables retratos al óleo y en libros de texto escolar. Pero la realidad es otra, y las reinas fumamos hachís escuchando The Cure y soñamos con señoritos pirujos y somos felices comiendo pasteles rosados y muchas veces nos emperifollamos para llenar un vacío interior. Por desgracia, y como sucede en la película, ese vacío también suele ser tapujado con el embarazo y las crías, a quienes les toca apechugar con la eterna insatisfacción de la madre. Como si esa fuera realmente una compensación emocional y no una exigencia político- familiar. Y tristes reinitas perdidas, si tan sólo nos dieran la oportunidad de conocernos un poco mejor, si tuviéramos más tiempo para pasar por esos trances hormonales a nuestro propio ritmo, tantos errores serían evitados, tantas revoluciones fallidas sorteadas.

Pero sin preocupaciones, queridas mías, sin tanto drama ni histeria. Somewhere (2010)[1], sí, en algún lugar está esa pista de hielo donde bailamos con un vestidito celeste mientras nuestro padre nos mira y por un momento nos entiende, o cree entendernos, o por segundos nos alcanza dentro de sí mismo y aparece un hilo real, brillante, que nos une a él más allá de los parentescos sanguíneos y de crianza. Porque todas las mujeres perdidas tenemos un padre que nos pierde, y por supuesto, por quien nos perdemos. Este, para mí, es el momento culminante en la última cinta de Sofía, no la ultra citada escena donde padre e hija juegan bajo la piscina. Pues aquí ambos ya se conciliaron, pero allá apenas está comenzando a surgir una luz, una señal de empatía, un pequeño instante de magia. La niña hermosa, tan pronta a ser mujer, danza patinando con una belleza delicada y etérea mientras Gwen Stefani canta “Cool”. Y por ese momento todo tiene sentido, el cuerpo entero, la obra, todas las mujeres habitando estos espacios en pantalla. Mirando nuestra sombra frente a la pared, hasta saber que somos nosotras y siempre nosotras, sea cual sea el lugar e incluso el sexo con que nos tocó nacer. Porque todas somos unas mujeres perdidas, en algún momento de nuestras vidas, en algún minuto si es que no en todos. Y, para todas, el final siempre se encuentra.



[1] Esta película no ha llegado a los cines del país y, como nuestros distribuidores no son gente confiable, recomiendo encarecidamente que la bajen ahora mismo de cuevana o la página web de su preferencia.

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