viernes, 12 de agosto de 2011

Chile: notas antimilitantes


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Nunca me he sentido plenamente chilena, aunque tengo la nacionalidad por parte de mi madre. He vivido aquí hace más o menos seis años –soy mala para los tiempos y peor para los números- y pasé dos períodos en mi infancia que al juntarlos podrían sumar cuatro años. En total, y considerando las imprecisiones, por ahora son ocho años enteros en este país.

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Cuando digo “este país” cometo una grave equivocación digna de cualquier santiaguino: creer que Santiago es Chile y no tan solo una mínima parte, por cierto la más fea, injusta y violenta. Los años que he vivido en Chile los he vivido realmente en Santiago.

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Santiago siempre fue para mí un lugar irrespirable. Pesaban mis recuerdos de la ciudad en verano, cuando no se podía salir, cuando caminar unos pasos por la calle era motivo suficiente para ponerse en el peor de los humores. Desde niña me fijaba cómo muchos encuentran la salida a ese malestar exterior entrando a un mall, donde el aire es artificialmente fresco e impoluto. Como siempre me han deprimido profundamente los centros comerciales mi tendencia era encerrarme a leer, misma tendencia a la que echaba mano cuando necesitaba resguardarme del frío, cuando no quería convivir con gente que no me interesaba, cuando sentía vergüenza, rabia o simplemente no entendía y no quería entender.

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Chile como país es para mí un lugar mágico, de gente silenciosa, de naturalezas extremas, con desiertos desconocidos donde me reconozco en sueños, bloques de hielo que se escuchan crujir cruzando los límites sonoros y bosques llenos de hadas y duendes. Recuerdo haber estado en uno de esos bosques con dos grandes amigos (chilenos) y decir en voz alta “Esto es lo más bello que he visto en mi vida”. Era cierto.

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Chile me ha dado dos cosas imprescindibles: la profesión y el amor. Aquí conocí a mi esposo, chileno, del que me enamoré al instante y para siempre. Aquí estudié literatura. Me gusta decir que soy afortunada de haber leído a los poetas chilenos en Chile. Tantas vacas sagradas que no bastan mis dedos para contarlas. Sin importan los gustos, hay de todo. Pero lo más interesante es que estos grandes de la poesía siguen brotando. No sólo algunos jóvenes ya conocidos, también otros que no han publicado y tantos chicos de catorce, quince años escribiendo cosas que te pueden matar. No voy a indagar aquí en la pregunta de porqué la poesía chilena está tan elevada, sólo digo que es cierto y no se trata de una etiqueta superficial.

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El trato de la gente en esta ciudad puede ser una terapia de shock para cualquier latinoamericano. Yo, que venía de México, no podía entender porqué un desconocido no me respondía al darle los buenos días. Porqué el mal trato a los demás, el deshecho de la amabilidad. Porqué esos rictus de sonrisas invertidas en la calle, porqué la falta de color en la ropa siempre negra de la gente. Porqué nadie grita ni baila de pronto, sólo los locos. Porqué nadie sabe nada de lo que ocurre en el otro lado de la ciudad siendo que Santiago es tan pequeño.

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Una vez estuve de visita y le pedí a una amiga que vivía en los dominicos si me podía llevar de noche a bellavista, en el centro de la ciudad. Había escuchado que esta zona contaba con bares de jazz y tenía ganas de conocerla. No hubo caso.

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Otra vez invité a un ex novio de maipú a un cumpleaños en los dominicos. Mientras caminábamos por las calles del “barrio alto” yo miraba su cara de desconcierto, como si estuviéramos en otro planeta. ¡Tantas mansiones!, él no lo podía creer. Me sentí como un lector privilegiado. Alguien que, por casualidades o decisiones propias, ha visto más que la mayoría y puede comprender o tan siquiera reconocer diversos códigos. Porque él tenía razón al impactarse de esa forma. En esta ciudad hay diferentes planetas y la comunicación interplanetaria prácticamente no existe.

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Los chilenos tienen muchas ideas preconcebidas sobre sí mismos, y a mi parecer estas son culpables de que la cosa simplemente no avance. La más grave es creer que utilizan erróneamente su idioma, que “hablan mal” el español. Pregúntale a cualquier chileno, todos opinan lo mismo. Por suerte existen lingüistas dedicados a estudiar los procesos del habla, mismos que pueden comprobar con argumentos científicamente sólidos el absurdo de este prejuicio. La lengua no es una idea estancada en el tiempo, está viva. Por lo tanto definitivamente no podemos esperar que la forma correcta de hablar sea la más parecida a cómo se escribe, o a lo que se acostumbraba en la colonia. No es casualidad, los chilenos admiran el habla de los peruanos, de los mexicanos, de los colombianos: todos importantes virreinatos, grandes centros coloniales. Pero explícale a un chileno que en realidad no habla mal, que simplemente utiliza el español a su manera, que si se come letras es su sello distintivo, que si utiliza menos palabras igual puede decir lo mismo que Sor Juana en sus mayores inspiraciones. Trata de decírselo, se enfurecerá, se defenderá con argumentos prestados de la mala educación escolar, puedes traer al mismo Chomsky para que le haga entender las naturalezas del lenguaje y permanecerá en el mismo sitio. Nada ni nadie le arrebatará su auto-odio.

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Otra idea preconcebida que mata a los chilenos es el creer que en Chile la cultura está en pañales o simplemente no existe. Aquí todos nos olvidamos de algo esencial: la cultura no la hacen los ministerios, ni la academia, ni la tele, ni las grandes plataformas artísticas. Si bien es cierto que en éste país hay poco o nada de apoyo gubernamental para asuntos de arte –el suplemento cultural en uno de los periódicos más prestigiosos se llama “Cultura y Entretención” como si una cosa forzosamente tuviera que ir ligada a la otra-, a todos se nos olvida que la cultura la construye uno como individuo y ciudadano. En la historia de nuestra humanidad, la mejor cultura ha tendido a ir directamente en contra de los grandes proyectos estatales justamente porque en ellos no ha encontrado apoyo. Hacer que el arte viva es responsabilidad de todos, más aun si no se tiene ayuda patrocinadora. Por supuesto pensar que no es asunto tuyo, que uno es víctima de la injusticia, resulta muy cómodo.

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Nunca pensé que la alegría y la tristeza se pudieran sentir juntas. Creo que por eso escribo estas divagaciones. No para pontificar, ni sermonear, ni moralizar, ni convencer a nadie de nada. Para panfletos ya tenemos suficientes y en lo personal ese tipo de discursos me provocan desconfianza automática. La escritura que aquí presento es ante todo para tratar de entender qué es lo que me sucede frente a las manifestaciones sociales que se están propagando en mi país Chile. ¿Por qué no puedo experimentar emoción y felicidad sin más? Defender nuestra naturaleza en el sur, luchar por una educación “gratuita y de calidad”, exigir el fin del lucro a la salud, insistir en la dignidad de todos los trabajadores que en estos momentos son explotados sin ninguna misericordia, son todos asuntos a los que no puedo mas que sumarme. ¿Quién no, digo yo?, y aquí está la pregunta.

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Cuatro de agosto del presente año, a medio día. La primera vez que me uno a una manifestación. Salgo a la calle, hacia plaza italia, y me encuentro con los estudiantes en el parque forestal que avanzan en la misma dirección. Entro en el grupo. Todos caminan pacíficamente. Pronto llega un tanque de la policía y todos salen corriendo. El gas lacrimógeno impide respirar. Tomo una calle adyacente y lloro sin esconderme. Tengo la fantasía de que las personas me ven y no olvidarán. Vuelvo al parque, comienzan a llegar jóvenes encapuchados que destrozan todo a su paso. Les grito que son unos imbéciles, les digo a los estudiantes que esas personas no tienen ninguna diferencia con el paco más violento. Nadie detiene a los vándalos, ni lo intentan. Los animales tienen miedo. Me preocupo por ellos y estos, al ver que alguien nota su presencia, se acercan corriendo. Los acaricio, les digo que no se preocupen pero ni yo me la creo. Pronto la policía se deja caer con todo. Huyo. Me veo sin salida, frente a mí una línea de carabineros dándome la espalda. Algunos jóvenes se acercan de frente a ellos, les tiran piedras. Los pacos tiran lacrimógenas sin piedad. Corro en sentido contrario, se me va la sangre del cuerpo y caigo al suelo. La gente pasa corriendo junto a mí. Una policía se detiene, me levanta, alza mis brazos, me frota las manos, me dice que respire y que no tenga miedo. La abrazo largo. Sigo llorando. Le pregunto porqué hacen esto. ¿Ellos o nosotros?, responde. Le digo somos lo mismo. Me explica ellos tienen que entender, no pueden manifestarse de esa forma, no pueden "vandalizar". Termino la conversación confesándole que a mi parecer hay psicópatas de ambos lados. Sonríe y le doy un último abrazo. Una chica se acerca y me alerta, no te confíes de ningún paco aunque sea paca porque te van a sacar los dientes. Me dice tal vez en México las cosas no son así pero aquí la policía es violenta. Me da un limón. Le respondo que la policía en México te secuestra te viola y te mata. Le recuerdo que los pacos también son seres humanos y que esa mujer uniformada fue la única que me ayudó. Nos sentamos en una vereda, hablamos un poco más, se cerciora de que estoy bien, nos separamos.

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Cuatro de agosto del presente año, en la noche. Estoy leyendo en mi casa y escucho un ruido metálico. Mi gata se asusta, yo también. Pienso que alguien está en mi terraza y me entrego a la situación, que sea lo que sea. Pronto me doy cuenta de que son cacerolazos. La gente saca sus ollas y hace ruido con ellas, como la fantasía de cualquier niño, en señal de protesta. Salgo a la terraza y me uno. Más tarde bajo a la calle. La gente no para de llegar. Hay energía de fiesta. Se congregan y cantan va a caer la educación de pinochet. Entre medio hay gente que no canta, que no tiene cacerola en la mano, que observa distante. Me acerco más al tumulto y veo que hay imbéciles quemando cosas, comenzando a violentar un banco. No digo nada y veo que nadie lo hace. Puede más la emoción. Puede más la verdad del momento pero ¿qué verdad? Vuelvo triste a mi casa. Siento miedo, ¿por qué no ha llegado la policía? Pero finalmente llegan, y plagan el centro de la ciudad con lacrimógena, y no podemos respirar aun dentro del departamento cerrado. Me quedo dormida, como si me hubieran dado con un palo en la cabeza. Como sea. Ese día tuve la sensación de que, en un momento a otro, Chile cambió irrevocablemente.

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Mis abuelos maternos salieron de Chile en 1973, con los militares pisándoles los talones, cargando con mi tía y mi madre adolescentes. En el exilio, tanto en Puerto Rico como en México, ayudaron a quienes estaban en la misma situación y su casa mantenida a sueldo de profesor universitario se transformaba en campamento. Mi mamá creció escuchando historias horribles de persecuciones, torturas y desaparecidos. Esa era mi historia de Chile, y pinochet el malo del cuento. Cuando llegué al país me impresionó encontrarme con la realidad: no todos pensaban como yo. De hecho algunos ponían una cara de completo espanto cuando se daban cuenta de que mi familia chilena había sido comunista.

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Hace poco tuve un gran amigo declarado de derecha que simpatizaba con todo tipo de fascismo. Nos unía el amor por la literatura. Nunca había estado humanamente cerca de alguien con una tendencia política tan contraria a la mía y, a decir verdad, me gustaba. Incluso me sentía orgullosa de tener su amistad, de constatar que somos seres humanos y podíamos querernos por nosotros mismos. Creí que esa relación duraría para siempre, el amor era verdadero, pero la cosa se fue poniendo paulatinamente amarga. Ignoro porqué su actitud cambiaba, llegando al punto de que se convirtió en un ser displicente conmigo. Por supuesto, su historia debe de ser otra e igual de válida. Pero la cosa es que todo terminó, lo sabemos, y ahora somos cordialmente distantes. Fue un golpe tremendo para mí. Recordé una frase que leí en algún libro cuando era adolescente: “El fin de una amistad es tan misterioso como su comienzo, simplemente sucede”. Triste pero cierto. Con todo, no puedo dejar de pensar si nuestro fin de amistad tuvo que ver con algo más que ese gran misterio.

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Ahora no puedo ser indiferente ante lo que está sucediendo en mi país. Esto me arrebata, y quiero ser arrebatada, me niego a reprimir el huracán emocional que llevo dentro. Creo que estamos estancados en un problema que urge solucionar. Se nos olvida todo lo que nos une, pero tenemos bien presente lo que nos separa. ¿Cómo vamos a llegar a algo si no empezamos siendo críticos con nosotros mismos? Es muy fácil odiar al enemigo, culpar al enemigo, distinguirnos del enemigo, burlarse del enemigo, hacer oídos sordos al enemigo. El mérito, sin embargo, está en escuchar al otro, tratar de entenderlo, acercarse a él y atesorar cada hebra que nos une. Soy ignorante y no tengo ninguna verdad sobre nada, lo que digo aquí lo intuyo como persona, en mi naturaleza más básica que es la que comparto con la gente desde mi vecino hasta un individuo en Camboya o los seres que estuvieron aquí hace millones de años. Todos tenemos miedo, sea cual sea nuestra orientación, y nos golpea una idea: ¿se está repitiendo, de nuevo, la historia? “Amor” o “paz” son conceptos en extremo discutibles, no así humildad y comprensión. Seguiré apoyando como pueda todo movimiento que tenga una causa justa, pero no voy a caer más en la ingenuidad de ver las cosas en blanco y negro. He tenido suficiente. Basta.

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