martes, 11 de enero de 2011

La máscara de Agamenón

La guerra es un lugar para los vivos. Aquí, desde el polvo que se levanta perezoso en el calor irrespirable, he caminado lo suficiente como para olvidar por un momento el hedor de todos mis hermanos aqueos a quienes aún no enterramos. Troya está enteramente saqueada, incendiada, acabada. Fueron muchas lunas en vela. Tiempos que pasaron con todos los azotes del frío húmedo, plagas de insectos y ratas, insalubridad en el agua y los alimentos, promiscuidad sexual seguida por pasiones desaforadas. Sentado en una roca, mirando el horizonte del mar que me llevará a casa, con mis pies firmes en la tierra árida, no he encontrado mejor antídoto que el ponerme a escribir. Y pienso que los dioses nos han puesto a prueba en una tarea que ya no comprendo.

En muchos momentos fuimos tentados a darnos por vencidos. El lamentable sacrificio de mi hija fue la primera señal de alerta, pues no había consenso divino y nuestros destinos vagaban en la imprecisión de la Fortuna. No me costó tomar la decisión final. Nunca me han asustado las lamentaciones mujeriles ni los ínfimos reproches. Pronto zarpamos de nuevo. Recibí honores de mis compañeros y un triste abrazo por parte de mi hermano Menelao. Desde ese día una distancia infranqueable se abrió entre nosotros. Sin poder olvidar mis réplicas a su indecente debilidad cuando lloraba frente a mí por una mujer inconstante, aquejado por la vergüenza y la envidia, su silencio fue definitivo. Por mi parte, acepté el nuevo rango con toda la dignidad que ello acreditaba, y mi mente entonces se ocupó por completo en las planificaciones económicas más urgentes.

Troya había sido por demasiado tiempo una amenaza casi siempre pasiva. Los tratados entre sus altos cargos y los nuestros fallaban desde hacía varias generaciones, y el choque de armas se anunciaba claramente. Cuando esa mujer levantó su voz para anunciar que se había enamorado de un príncipe extranjero oculté la sonrisa en mi cara, y actué como todo hombre razonable. Asumiendo mi papel sin el menor entusiasmo aparente, reuní en un solo ejército a todas las polis aledañas y a muchos grupos que hasta ese entonces nos veían con mala cara. El poder estaba en mis manos mientras que Menelao sufría sus penas encerrado.

Jamás dudé que la victoria sería nuestra, aun cuando las cosas se pusieron difíciles, aun cuando supe que el tiempo allí se había instalado cruelmente emblanqueciendo mis barbas y arrugando mis manos. Me sentí vigoroso y sereno soportando todos los males que nos atacaban sin descanso. Quizás con premeditación, hice de mi persona el ejemplo que todo hombre mesurado debía seguir. Mis días de adulto habían llegado por fin a un sentido concreto, a un espacio donde el sufrimiento era un regalo y el éxito un peligro.

Los troyanos esperaban nuestra partida con la paciencia de la araña al tejer su trampa invisible. Pero nosotros fuimos el huracán que lo echó todo abajo sin dar aviso de su llegada. Esa noche Odiseo, a quien he recomendado en repetidas ocasiones que controle su desaforada imaginación, contó frente al fuego una historia que estremeció de placer a todos nuestros guerreros. En ese cuento para locos un caballo gigante de madera hacía su entrada en la ciudad enemiga como regalo de paz. En su estómago cada uno de nosotros, en silencio y completa quietud, esperábamos la hora en que todos duermen vulnerables. Entonces, uno a uno, íbamos haciendo nuestra salida, y Odiseo no escatimó en plagar el relato de descripciones concretas que a todos tenían estúpidamente pasmados. Así, destruíamos cobardemente el sitio amurallado, y alcanzábamos el honor inmortal. Fui el único que, dominado por la ira, hice callar a ese hablador con un gesto firme. Las palabras tienen vida pesada e impredecible, y el hombre es un animal que gusta de las historias sin importarle su veracidad. Ese estúpido relato borraba de un trazo nuestra conquista, coloreaba el fin de la guerra con fantasías absurdas y nos arrebataba el último mérito.

Habituado durante todos estos años a ver la muerte frente a mí, la olvidé por un instante. Esta mañana despierto inquieto, presa de cierto pánico. Imposible me fue retener los sucesos de mi sueño, por ello me levanté y he caminado hasta sentir el sol saliendo a mis espaldas. Entonces di por primera vez la vuelta y enfrenté mi camino de regreso. Poco a poco ha llegado a mí un recuerdo por mucho tiempo sepultado. El día siguiente de mi unión con Clitemestra también salí de la cama más temprano de lo normal. Tenía en mi pecho la sensación del vértigo, tan temible y placentera a la vez. Me encontré con unos niños que jugaban en la tierra y, al notar que estaban escarbando una tumba, les grité amenazas. Rápidamente salieron corriendo. Escuché sus risas alejándose mientras me iba acercando a una extraña luz dorada que salía del suelo.

El esqueleto del antiguo gobernante estaba adornado con piedras preciosas, espadas y telas finísimas ya corroídas. Su pelo era largo y de un negro profundo. En cuanto a su cara… tiemblo al visualizarla de nuevo, estaba cubierta por una máscara que dibujaba perfectamente los rasgos de un desconocido. Sus orejas y nariz se definían con un cuidado exquisito. La barba rodeaba una boca triste que heló mi sangre. Todos sus rasgos indicaban con perfección divina la existencia de un hombre de mediana edad, honorable y distinguido, salvo por sus ojos que eran los de un muerto.

Volví a colocar la pieza de oro cuidadosamente sobre el cadáver. Mis manos temblaban y mi garganta se cerró por completo. Necesité lanzarme al mar para extirpar de mi mente los pensamientos del día en que yo estuviera así, lejos de toda vida, siendo la diversión de unos niños ociosos o de quizás qué hombre creyendo haber descubierto una historia antigua.

Ahora ha vuelto a mí esa imagen, y tengo el mismo deseo de hundirme en el mar frío hasta dejar de pensar. Pero una fuerza más poderosa que yo hunde mis pies en el polvo humeante. Mi pensamiento se dirige hacia el palacio donde mi mujer espera, junto con los dos hijos que aun cuento conmigo. Me estremezco al reconocer por primera vez una debilidad parecida al amor. Clitemestra, fiel compañera mía. ¿Cuántas noches has sufrido por mi ausencia? ¿Cuántas decisiones has tomado tratando de adivinar mis deseos? Todo lo que he ganado cruza el mar para un día descansar contigo bajo tierra.


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