La primera rata entró por la
puerta de nuestra sala. Iba perfectamente tranquila, no parecía apresurada y
nerviosa como cuando su especie se encuentra con la nuestra. Y daba lento cada
paso, de frente, ajena a las respiraciones contenidas y el súbito silencio. El
pelo de ese animal era tan negro y seboso que las esquinas de las cosas se
reflejaban en él, captando todos los claroscuros del lugar. Cubría un cuerpo
aparentemente joven y robusto, bien alimentado, que terminaba en la cola de
anillos rosados y perfectos. Sus patas, rasgando un ruido lejano pero
persistente, ya no sostenían ese cuerpo, y se le iban doblando los dedos.
No sé cuánto tiempo hubo en ese
camino tambaleante de la rata moribunda pero todo se rompió cuando se interpuso
una pata de mesa, la de la profe. Ella, que antes estaba sentada encima,
automáticamente encaramó sus piernas como cuando se ve una película de terror.
Soltamos el grito entonces. Las
cuarenta y siete corrimos hasta atrás de la sala y nos pegamos a la pared lo
más que pudimos en histeria colectiva, yo me puse adelante y nadie reclamó mi
lugar. La escena se suspendió. Recordé entonces las huellas en el patio de
tierra. Algunas bromas se dijeron esa vez, pero preferimos pensar que eran de
gato. Luego las cacas por todos lados, tan distintas a las de palomas (y por
supuesto a las de gatos) nos dieron una extraña y profunda alerta de que era el
momento. También en el baño, los rincones de algunas salas y en el gimnasio.
Llegábamos al comedor y ahí estaban las pruebas. Quien se quedaba en la noche
decía haber sido partícipe de estampidas que inundaban vertiginosamente los
pasillos, buscando restos comestibles del día. Eso era el reino de los
roedores.
Aquí hay ratas, fue nuestro lema
al pararnos frente a la puerta de entrada con nuestros cartelitos a mano y los
uniformes pintados. Podían cerrarnos la puerta en la espalda pero ahí íbamos a
quedarnos hasta que algo sucediera. Entonces nos dijeron no es cierto, “Todos
los requisitos de salubridad han sido aprobados, algún animalillo entrará
porque estamos tan cerca del río pero aquí no hay peste ni sobrepoblación ni
cacas en todas partes ni nada de nada.” Así que volvimos. No nos hicieron caso,
en apariencia, pero alguien puso el veneno.
Pensaba en esto frente a la
imagen de la rata moribunda. Apelmazada entre los otros desde el extremo
contrario pude ver cómo el animal con su último esfuerzo se paraba en dos
patas, ayudándose con la mesa unos segundos para luego desplomarse,
desinflándose completamente hasta quedar a nivel del suelo. El esqueleto de
esos roedores es muy flexible, por eso siempre se dice -y es cierto- que pueden
meterse donde sea, incluidas las puertas cerradas, recuperando como si nada su
volumen al cruzar. Ahora nada en ella delataba lo que había sido, salvo la cola
que aun se movía.
Esa fue la primera de muchísimas
otras muertes que tomamos con silencio activo. La angustia por ellas era
compartida, lo sé, aunque nada se dijo. En pocos días todo estaba listo y una
mañana que mi memoria ya no puede fechar cerramos la puerta… con nosotras
dentro.
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